De sorpresa en sorpresa
- Javier Cadena Cárdenas
- 22 sept
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 24 sept
Mi paso por Acatlán
Con la seguridad que me daba tener el pase automático por ser egresado de la preparatoria 7, Ezequiel A. Chávez, de la UNAM, esperaba el telegrama que me especificaría el día, la hora y el lugar de mi inscripción a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Pero, oh, sorpresa, una mañana el cartero me entregó un sobre membretado, lo que hizo que casi me infartara porque pensé que me habían rechazado y regresado mi certificado de prepa, invitándome a esperar un año para intentarlo de nuevo, pero ahora mediante examen de admisión. Instantes después, un cuate me llamó por teléfono:
“Me aceptaron en Odontología y tengo que ir a CU a inscribirme”, dijo.“Qué buena onda”, expresé.“¿Y tú?” preguntó.Le comenté que de seguro me rechazaron porque el sobre contenía documentos.“¿Lo abriste?”, cuestionó.“No”, respondí.“Pues ábrelo”, invitó.
Lo hice. Era el aviso de que había sido aceptado en la licenciatura en Sociología y que debía presentarme tal día, a tal hora, en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales (ENEP) Acatlán, ubicada en Naucalpan, Estado de México. Traía un croquis con la ubicación y diferentes formas de arribar. Y como mi cuate seguía al teléfono, dijo: “Está por el CCH Naucalpan”. Recordé que él había estudiado en el CCH Vallejo y que por eso seguramente lo sabía. Colgamos.
Cuando mi mamá regresó de trabajar, le comenté y me felicitó. Preguntó si se lo dije a mi papá. “No”, respondí. Insistió. Y aunque yo creía que mi papá me reprocharía por no entrar a CU, lo hice. No me reprochó nada, al contrario, me felicitó y me platicó que cuando él estudiaba Medicina en el antiguo Palacio de la Inquisición en el Centro Histórico del DF, se empezó a construir Ciudad Universitaria.
Les avisaron que una vez concluida se mudarían para allá, y todos se pusieron nerviosos porque estaban acostumbrados a la vida bohemia del barrio estudiantil. Pero no le tocó, porque la inauguración y el traslado sucedió cuando él ya se había titulado. Me dijo que compartía la política de la universidad de expandirse para darle oportunidad a más población de diferentes puntos de la capital y del país.
En esas estábamos cuando me sorprendió con una propuesta: “Si quieres, mañana vamos a conocerla y a identificar formas y tiempos de traslado”. Acepté, y al otro día fuimos al nuevo campus de la UNAM ubicado al lado contrario de CU. Llegamos, y de inicio me pareció que todo era desolación. A su alrededor había terrenos de sembradío y una ladrillera, misma que luego se convirtió en punto de reunión de muchos alumnos de la primera generación de la ENEP Acatlán, porque ahí vendían quesadillas y tacos, y se podía tomar café, refrescos, cervezas o, ya de plano, el néctar de los dioses, y cuando había, algo más fuerte.
Aunque en la ENEP Acatlán todavía no atendían a los futuros alumnos, con inquietud e incertidumbre pudimos visitarla junto a otras personas iguales a nosotros. Mucho terreno y solo cuatro edificios. A nuestro paso encontramos a vigilantes, personal operativo, de servicios generales, de limpieza, administrativos, autoridades, académicos y de la construcción. Todos apurados porque el rector de la UNAM la inauguraría pronto: el 6 de marzo de 1975.
En cierto momento del recorrido, una madre, con decepción, preguntó: “¿Esto es toda la escuela?” La respuesta la dio una secretaria (así se identificó): “No, apenas es el inicio. Crecerá. También habrá actividades deportivas, culturales. Se enseñarán idiomas”. Un papá consultó sobre las carreras y los profesores. La misma trabajadora dijo: “Son como quince licenciaturas, con poco más de cuatrocientos reconocidos académicos y más o menos cuatro mil alumnos. Y todo irá aumentando”. Nos sentimos satisfechos, aunque no faltó el papá que contundente le dijo a su hija: “Te cambias a CU”.
De regreso, después de identificar las rutas de camiones que salían del Metro Chapultepec y del Metro Tacuba, mi papá preguntó si me cambiaría a CU. Con firmeza dije: “No. Me encantó y me late que estará bien”. Me dejó cerca de la Basílica de Guadalupe y fui con mi cuate a decirle que la ENEP Acatlán me había gustado. Me felicitó. En la noche a mi mamá le compartí mi entusiasmo. “Felicidades”, dijo.
Días después acudí a inscribirme y ver mi turno, los salones, la tira de materias del primer semestre, los horarios de clase y el nombre de los profesores.
Posteriormente, el 14 de marzo, al presidente de la república se le ocurrió ir a CU a inaugurar el ciclo escolar, hecho del que me enteré por los medios y que me provocó sentimientos encontrados: por un lado, me dio coraje porque se refirió a los alumnos como “jóvenes fascistas del coro fácil”, y, por otro, me gustó que tuvo que salir huyendo.
Pero, oh, destino, el lunes 17 de marzo llegó mi primer día de clases en el turno matutino de la licenciatura en Sociología. Más bien en el tronco común del área sociopolítica que incluía cuatro carreras: Sociología, Relaciones Internacionales, Ciencia Política y Administración Pública, y Periodismo y Comunicación Colectiva. Y entonces, apareció otra sorpresa.
Como estudiante formado en un sistema tradicional en donde el maestro es el Maestro con mayúscula, entré a la primera clase con la creencia de que sería igual. Pero, oh, sorpresa, los alumnos participaban y el maestro lo incitaba. Hacía preguntas más allá del clásico “¿Entendieron?”.
Los alumnos, además de preguntar, hacían aportaciones y, “oh, sacrilegio”, cuestionaban al profesor y debatían con él. En este sistema activo, los compañeros egresados de algún CCH se manejaban como expertos, eran todos unos “peces en el agua”, y yo, válgase la metáfora, ni nadar sabía. Me sentí en desventaja, no tanto en conocimiento, sino en la forma de exteriorizar las ideas. Además, otra sorpresa: los maestros dejaban trabajo en equipo, y yo nunca había experimentado esa manera de hacer tarea, de investigar, estudiar, aprender y exponer. Pero ya lo dice el refrán: “Donde fueres, haz lo que vieres”. Entonces, lo hice y me encantó.
Y hablando de mis compañeros, de todos aprendí, y de algunos hasta lo que no debía ni tenía que aprender. Con muchos cultivé una amistad que en este 2025 está cumpliendo, como la ENEP/FES Acatlán, medio siglo. Y de los maestros, ¿qué decir? La mayoría fueron excelentes, y con los que nos parecía que no lo eran, recurrimos a una forma que para mí era impensable antes de entrar a la ENEP Acatlán: removerlos. Por fortuna fueron pocos.
Además, la primera generación de la licenciatura en Sociología transcurrió de marzo de 1975 a febrero de 1979, tiempo en el que cursamos nueve semestres con maestros mexicanos (entre ellos, el mismísimo director de la ENEP Acatlán, sociólogo, por cierto), y otros provenientes del Caribe, Centro y Sudamérica, exiliados por las dictaduras militares imperantes en sus países. Todos excelentes. De ellos asimilamos otra visión del estudio, de la lucha y de la vida misma. Nos enseñaron a identificar injusticias y a combatirlas, pero principalmente a valorar el conocimiento, el aprendizaje y a respetar al otro, a nuestros semejantes y a quienes no piensan igual que uno.
A la ENEP Acatlán ingresé a los dieciocho años con diez meses de edad, y cuando terminé el noveno semestre tenía veintidós años nueve meses. Durante esos cuatro años de estudio, paralelo al académico, tuvimos otro tipo de desarrollo: el político. Por ejemplo, en la UNAM hubo una huelga del personal administrativo (1975) y otra de académicos (1977), y los estudiantes de la ENEP Acatlán apoyamos. Y en 1978 la marcha por los diez años de la matanza de Tlatelolco fue apoteósica y significativa. Y en ella estuvo presente la ENEP Acatlán, como en otras luchas sociales, laborales y políticas de la época.
Junto a todo lo anterior, no dudo en afirmar que en la ENEP Acatlán transité de sorpresa en sorpresa. La mayoría positivas. Y todas me dejaron experiencias y aprendizajes, sin los cuales no sería lo que soy. Además, cual cereza del pastel, en la ENEP Acatlán conocí a mi compañera de vida y madre de mi hija y de mi hijo.
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