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  • Marco Antonio Hernández Aguilar

Crónica de un sueño introspectivo


A liberales y conservadores: Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial...o eso creía.

Dicen que soñar despierto es algo natural del mexicano. Forma parte de nuestra idiosincrasia.

Los pies no sirven en un país que debe ser transitado en alas, alas de esperanza e ilusión. Algún día llegaremos volando a la era dorada en que la prosperidad de la República sea equivalente a la fortaleza de sus instituciones. Esa fue la promesa del Partido que emanó de la Revolución, y sigue siendo el mantra de las nuevas transformaciones.

Hasta el día de ayer, no había soñado con viajar en avión. Todos los días mi rutina me lleva a tomar el camión rumbo al metro. Vivo en los suburbios (así se le dice, románticamente, al lugar que nos designan, por cuestiones de desigualdad, como hábitat), quizás el último rincón donde el progresismo es, aún, sinónimo de revolución.

Como les decía, viajar en avión ni en mis mejores sueños. Al mayor lujo que estaba acostumbrado era al metrobús que usaba para ir al trabajo seis de los siete días de la semana. Sí, vivo en los suburbios, pero para llegar a mi trabajo, debo tomar un camión, luego el metro y luego el metrobús, caminar un par de cuadras y subir al segundo piso en donde me espera un teléfono sonando cada cinco minutos, en un horario de ocho horas.

Sin duda, la vida es un constante timbrazo de teléfono. Contestar o no la llamada depende de quién sea el receptor.

Pero bueno, les decía, todo cambió ayer. Parecía ser un día normal (cotidiano, rutinario), uno de esos días de enero en que el viento hace volar las hojas secas de los árboles creando pequeñas ráfagas anaranjadas que bien pudiesen ser el fuego primigenio de una primavera incombustible.

Al salir del trabajo, me encontré con Don Óscar, el bolero, quien me platicó el chisme de la rifa del avión presidencial. Yo no estaba al tanto porque había estado tan ocupado en la chamba que no me dio tiempo ni de salir a comer. Además de que no tenía datos en mi fabuloso smartphone. El mundo en la palma de la mano, los memes a cada parpadeo.

—Es otra ocurrencia de este pejelagarto— me comentaba Don Óscar entre risas —se la prolonga el ciudadano presidente.

Mundo onírico resulta ser la política. Yo simplemente escuchaba sin responder. Puse en mi rostro la sonrisa más amable que me fue posible, porque la verdad estaba más dormido que despierto.

Me despedí de Don Óscar y caminé rumbo al metrobús. El viaje de regreso me toma, en promedio, tres horas.

Me quedé dormido en el metro, lo bueno fue que el policía me despertó, “amablemente”, tocando su silbato.

Salí del metro, y abordé el camión. Pagué mi pasaje de primer mundo, lo que me daba derecho a dormitar en un asiento que, aunque sucio e incómodo, era en ese momento los brazos del mismísimo Morfeo.

Me quedé dormido.

—Bienvenido a bordo, señor—me recibió un personaje con el copete engominado, que hacía las veces de aeromozo. No tenía piernas, era un tronco flotante, semitransparente, ataviado con saco, camisa y corbata. Sobre su pecho cruzaba algo que parecía ser la banda presidencial. Bienvenido, dijo de nuevo, y me señaló el interior de la nave. — Le presento al capitán Carlos Izquierdo y a su copiloto, el primer oficial, Maximiliano Díaz. Ellos pilotarán su nave a donde guste ir.

— ¿Mi nave? —pregunté

—Sí, SU nave. Es un Boeing 787-8

Me quedé sorprendido. Sin palabras.

—¿Sabes? — le digo al engominado— siempre he querido conocer Oaxaca o Chiapas.

—¿Está usted seguro, señor? Esta nave está diseñada para brillar en el extranjero. Digo, no es que no haya bellezas que admirar en esos estados, pero lo ideal es que viajemos a Europa: París, Madrid, Londres. México tiene muchos pueblos mágicos, pero existen con la intención de que casi nadie note la desigualdad.

Me quedo en silencio, meditando. Insisto.

—Vamos al sureste.

De mala gana se acerca a la cabina donde están piloto y copiloto para informarles.

—Tome asiento y abróchese el cinturón, señor. Será un viaje corto.

Sobrevolábamos la selva mexicana. Ese espacio con amplia vida silvestre que ha sido el escenario de batallas entre el Estado y las guerrillas. Las voces disidentes, pienso, son el eco de la desigualdad.

El piloto anuncia la proximidad del aterrizaje.

El engominado me dice: Señor, disculpe que no pueda acompañarle, pero mi piel es muy delicada. El sol y los moscos me perjudican en demasía.

Con razón no tiene piernas, pienso. Nunca ha caminado el país.

Desciendo por la escalinata. Al pie de la aeronave se encuentran reunidos un grupo de mujeres, niños y hombres. Sus pies descalzos contrastan con el grosor de los neumáticos del avión. El más anciano de ellos se acerca y me toma la mano.

—Bienvenido, señor. Tu casa flotante es una señal de que nuestros rezos han dado resultado.

Veo alrededor. Hemos aterrizado en medio de la selva, en lo que parece ser una pista clandestina.

Me conducen a su pueblo. Caminamos media hora y llegamos a un sitio con casas de techo de lámina. Todos se reúnen alrededor del anciano.

—El señor de la gran casa flotante ha descendido para dar muestra de su benevolencia, de que somos escuchados. No cualquiera baja del cielo para caminar entre nosotros.

Todos aplauden, gritan.

Me invitan a comer. Han matado algunas gallinas para hacerlas en caldo. Como y callo.

Al terminar la comida el anciano se acerca y me entrega una lista con las peticiones del pueblo.

Luz, agua y caminos para ir a la capital. El país es tan grande y desigual que sus caminos pavimentados llevan al norte, y sus veredas polvorientas al sur.

Asiento, sonrío. Me comprometo a una próxima visita, aunque sé que no volveré más.

Regreso al avión.

—No es recomendable venir a estos lugares señor. Le hace a uno dudar acerca del paso del tiempo. Las promesas se hacen polvo cuando uno ve el tamaño del trabajo que hay que hacer. Además, ¿qué ganamos con eso? Aquí uno comprende lo que es una vida de perros —me dice el engominado sin piernas.

Regresemos, les digo.

La nave levanta el vuelo. Voy pensando, meditando. De pronto, un griterío que proviene de la cabina me regresa a mi lugar. Izquierdo y Díaz pelean.

Texcoco, vocifera uno. Santa Lucía, le contesta el ofendido.

— ¿Por qué pelean? —pregunto al hombre sin piernas.

—Por generar consenso. Por pactar por México.

La aeronave entra en una zona de turbulencia.

Despierto. Voy en el camión. Veo por la ventana y no reconozco el lugar por el que vamos pasando.

—Bajan—grito.

El camión se detiene, bajo y trato de ubicarme.

Le pregunto dónde estamos a una señora que veo pasar. Lejos, muy lejos, me responde.

Veo el camino de terracería y me voy caminando de regreso. Volteo al cielo y veo pasar un avión.

Cuando desperté, descubrí que la desigualdad no se nota desde las alturas. La vida de perros no está a la vista del balcón del feudo...

 

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