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  • Jape

Los rincones de la córnea


En nuestros barrios de colonias populares y cinturones de pobreza, los seres humanos nacen, crecen y se reproducen en núcleos familiares que distan mucho de ser hogares, ni siquiera familias disfuncionales. Son comunas donde no hay madres abnegadas ni siquiera parecidas; a lo más, padres miserables ahogados de alcohol, embrutecidos por el chemo, la grapa o el carrujo. Vecindades semidestruidas, hediondas, con cuartos promiscuos habitados por hombres y mujeres sin mañana, por niños lombricientos que piden monedas mientras juegan a las luchas a un lado de los escuadrones de la muerte.

No, no es una historia negra de la nota roja. Es una viñeta obscura de la que ya ni los periódicos se ocupan. Es una realidad que convive con nosotros, que no vemos, no queremos ver o tal vez, que a fuerza de verla tan común ya nos resulta indiferente. Pero ahí está, tan lejos y tan cerca de nosotros que en ocasiones nos dá por asomarnos a su sórdido mundo y tratar de entender los porqués de su desgracia.

Varios cuentan que, como muchos otros, nacieron ahí y morirán ahí porque no existe mañana para ellos. El Rudi nos confiesa que su padre era un maldito, que había picado a varios, que chupaba a diario y que no recordaba cuántos hijos tuvo; porque para él, los chamacos eran fruto de las puterías de su madre, así que a diario la tundía a madrazos hasta que se dormía encima de ella. La señora, por lo tanto, se metía lo que podía hasta que quedaba inconsciente y tirada. Los chamacos se juntaban para pegarle al chemo y ya tarolas, se les juntaban a los más grandes para ir a marimbiar a los camiones urbanos y bajarles la cuenta del día o lo que se pudiera.

El Rudi no recuerda que su madre le quisiera, lo que sí recuerda es que ella los sacaba del cuarto para atender a otros borrachos cuando no estaba su marido y, mientras ella tenía sexo, ellos bolseaban los pantalones de aquellos en busca de lo que encontraran.

Más tarde, cuando El Rudi ya contaba trece, veía como su padre alquilaba a su madre por mezcal o algunos centavos y que él, a fuerza de verlo ya no le causaba nada, ya no sentía nada. A veces se acuerda de su hermanita, sí, tenía una hermanita con la que su padre se acostó desde muy chavita y después la regaló a unos tipos. Nunca más la volvió a ver, no supo más de ella. Él se volvió agresivo, peleonero, le gustaba el trompo y era bueno, sabía que había que sobrevivir y que debía hacerlo solo y con la banda.

Fueron largos los años en los que, de mañana, se empinaba unas cañitas de alcohol con canela, de tarde le daba al chemo o al cemento y ya de noche se echaba su chuvy para andar puesto; al cabo cada día era más jodido que el otro. Hasta que un día, un valedor de la banda le pidió que lo ayudara en la hojalatería, le dijo que a parte de ganar una feria iba a tener suficiente chemo y gratis. Rudi había encontrado su profesión.

Años más tarde, en una fiesta conoció a la Lorena, una chava bien buena y muy entrona por lo que empezaron a andar y a vivir juntos entre los coches del taller. La chava se embarazó y tuvieron una hija, con ella vinieron responsabilidades que nunca se imaginaron, que trastocaron su mundo y que por supuesto, no supieron manejar. Se rompió la relación que tenían, la chava se fue con otro valedor, y El Rudi se fundió en el alcohol otra vez y se hizo más violento. A su hija la recogió una señora que la crió con lo que pudo, él no entendía por qué tenía que vivir una vida como esa y prefería morirse de borracho porque no podía aspirar a una vida que desconocía y a la que la gente de “bien” no le daba acceso.

No había pa’ donde hacerse así que se refugió en la única salida, aquella que lo cobijó desde que era niño. Hoy vive solo, acude al taller de hojalatería cuando necesita un poco de chemo y ahí vegeta, como un fantasma más de la maldita vecindad.

Ahí, entre alcohólicos y drogos, conoció a La Chule, una mujer de mediana edad, marchita, andrajosa, con los labios hinchados y la fosas nasales resecas y partidas por el chemo. Un día se acercó tambaleante para pedirle una lana, él pudo ver que estaba justo en la malilla de la abstinencia.

―Mire, mi buen, présteme una lana porque me está llevando la negra, yo le hago lo que usted quiera, así como me ve, todavía sé mover el bote. Yo un día fui la más bonita de aquí, todos los perros andaban tras de mí ¡hasta el viejo maldito de mi padrastro! Él me perjudicó desde que tenía yo diez años. Yo vivía con él porque mi madre lo abandonó para andar de puta, yo casi no me acuerdo de ella, pero de lo que sí me acuerdo es que desde niña yo tuve que lavar y darle de comer al viejo ese, hasta que se metió en mis cobijas y me hizo todo lo que quiso; porque según decía, eso me harían los hombres, las mujeres solo servíamos para eso.

De nada valía gritar si nadie te ayudaba ―continuaba La chule― era horrible tener encima a un borracho maldito que me ahogaba y me golpeaba siempre pero no podía huir si no tenía pa’ donde jalar. Hasta que una vez, me encontró el Franky, me abrazó y me dio mota y chemo; de ahí me quedé en la banda, primero con el Franky y después pasé con todos los valedores. No me di cuenta cuándo crecí ni cómo perdí tres chamacos, pero aquí estoy, aunque ahora ya nadie me pela porque ya hay otras chamacas que vienen llegando. Bueno, ¡ándele! no se ponga difícil, écheme unas monedas y yo le toco el clarín.

Estas historias no son casos aislados; las historias similares se repiten y se repiten, pero todas tienen un común denominador: la miseria humana, la marginalidad citadina, la indiferencia social; la violencia cotidiana como lenguaje de supervivencia, porque en ese mundo sólo los más malditos sobreviven y así se relacionan; toman de la vida lo único que les ofrece, las sórdidas comunas de parias, de escuadrones de la muerte, de guetos promiscuos donde incluso la muerte baila ahogada de borracha hasta quedarse dormida con cualquiera.

No conocen otra vida, ni siquiera saben si existen otras formas de vivir ni qué tienen que hacer para lograrlo y, cuando por azares del destino alguno se asoma a la conciencia, la ansiedad y la angustia los destruye y los obliga al otro trago, al otro carrujo, a la otra mona de chemo, para no ver, para no sentir, para no despertar de la nada.

Cuando se viene de la obscuridad la luz también acuchilla las pupilas, y es tanto el dolor que más vale a veces no volver a ver la luz.

 

[1] Nació en el año de 1954 en la ciudad de Oaxaca, trabajó como capacitador en diferentes comunidades marginadas en su estado. En la actualidad está ya retirado, pero dedica su tiempo a escribir historias.

 


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