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  • Marco Antonio Hernández Aguilar

La misma vida


Son las 4:30 de la mañana. Suena el despertador. Su sonido me aturde. Necesito abrir los ojos, pero me pesan los párpados. De un manotazo, a ciegas, apago el despertador.

Cinco minutos más o mejor diez, me digo.

Me cubro el rostro con la sábana. A lo lejos se escuchan los sonidos de una ciudad que nunca duerme. Una ambulancia, una patrulla, un carro de bomberos. Nunca falta el loco que se sienta La Llorona y pasa gritando a media calle, de madrugada.

Ya me tengo que parar. He pasado mala noche, pero eso no le importa a mi cartera.

Ya párate, me digo. Cuento hasta tres. Me quito las cobijas. De un salto me pongo de pie.

Tengo que ir a surtir producto para el negocio. Si me tardo más voy a encontrar el metro hasta la madre. Prendo la luz. Prendo el boiler. Entro al baño. Me siento en el escusado. Termino. Me limpio.

Giro la llave de la regadera; el agua cae fría, luego caliente.

Siento como cada chorro que avienta la regadera toca con suavidad mi piel. Una cobija de agua caliente que me hace añorar mi cama. Bostezo. Me tallo el cuerpo con jabón, me lavo la cabeza. Me enjuago. Salgo de bañarme. Me seco. Me pongo los calzones. Busco ropa en los cajones. Me visto. Busco una sudadera porque hace frío.

Me lavo los dientes. Pongo en la tetera agua a calentar. Hierve. Me preparo un café. De pie me lo tomo a tragos.

Tengo hambre pero ya se me hizo tarde. Las 5. Mejor me voy ya, al rato me compro una guajolota.

Salgo de mi casa. Me persigno. Camino hacia la estación del metro. Afuera hay un par de vagabundos, con sus perros, buscando comida en la basura. Uno de ellos se encuentra una rata y la agarra de la cola. La lanza como pelota de béisbol y su perro sale corriendo cual si se tratara de un juguete.

Entro a la estación.

—Diez pesos —le digo a la señora que atiende en la taquilla y le paso una moneda y mi tarjeta.

Ella deja de maquillarse y le pone el saldo a mi tarjeta.

—Gracias— le digo. Me ignora.

Entro. Escucho que se acerca el convoy.

Llega; se abren las puertas. Ya va lleno. Me toca ir de pie. Lo bueno es que en la próxima estación es un transborde; varios se van a bajar.

Llegamos, se abren las puertas. Una bola de gente se avienta. Unos quieren salir, pero los que están afuera no los dejan porque ellos quieren entrar. Suena la chicharra. Se cierra la puerta o eso intenta. Al fin se cierra. En dos estaciones bajo, y la verdad no sé cómo le voy a hacer.

¿Va a bajar en la próxima?, le pregunto al chavo que va adelante de mí. No me escucha, trae los audífonos puestos. Llegamos a la estación, se abren las puertas. Empujo, con mis brazos trato de abrir al mar de gente que está frente a mí. El chavo con los audífonos puestos se me queda viendo.

-Órale hijo de la chingada, me dice. -Lo ignoro. Pinche chamaco engreído.

Logro salir. Respiro; suspiro. Huele a miados. ¿Cómo chingados le hacen para orinarse dentro de la estación?

Salgo; camino. Ya casi sale el sol. Veo mi reloj... ¿Y mi reloj?

Chingada madre, me lo han de haber volado cuando trataba de salir del pinche metro.

Una señora barre la banqueta. Le pregunto la hora.

Son las seis y media, me dice.

Por lo menos no me chingaron la cartera. Sigo caminando. Llego a la central. Compro lo que me dijo la Maru que hacía falta. Lo empacan en tres cajas de huevo. Están pesadas.

¿Agarro un taxi o me guardo ese dinero para unas caguamas?

Como puedo cargo las cajas. Camino hacia el metro. Lo bueno es que ya de regreso va más vacío. Hasta me toca ir sentado.

Llego al local. La Maru ya abrió; está barriendo la banqueta. Me ve llegar. Me ayuda a sacar de las cajas todo lo que fui a comprar.

Empiezan a llegar los clientes. Empieza otro día, otra semana, otro mes, otro año de la misma vida...

 
 


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