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LA SACERDOTISA DE APOLO, CRISTINA GONZÁLEZ

  • Teresa Carreón Granados
  • hace 3 días
  • 6 Min. de lectura


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Después de cursar la secundaria y preparatoria en una escuela de monjas, hice el examen de ingreso a la UNAM y, después de unas semanas, recibí un sobre muy voluminoso que, de acuerdo con los dichos de otras compañeras, significaba la devolución de tus documentos. Pasaron dos días sin que lo abriera, pues estaba muy deprimida, hasta que mi mamá me convenció de abrirlo, y la sorpresa del sobre abultado fue que mi carta de aceptación venía acompañada de mapas de cómo llegar a una escuela nueva de la UNAM de la que yo desconocía su existencia.


Ingresar a la licenciatura de Pedagogía en la casi nueva (ahora Facultad) Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán fue un cambio radical en mi rutina, costumbres y en mi modo de ver el mundo.


Inicié mis estudios en el turno vespertino, llegaba en la tarde abordando un autobús que salía del paradero de Chapultepec y competía con una multitud de pasajeros que querían llegar a Naucalpan. Casi todos eran obreros que vomitaba la salida del Metro y buscaban, apurados, cómo llegar a su destino. Cuando salía de clases ya era de noche. Tomaba el camión con rumbo a Chapultepec y, de ahí, abordaba el Metro para finalizar caminando dos kilómetros y medio.


La mayoría de mis compañeros de la tarde trabajaban y no iban a otra cosa que a estudiar. En el segundo semestre me cambié de turno y, aunque mi familia opinaba que debía pedir la permuta a la Facultad de Filosofía y Letras de Ciudad Universitaria, no lo hice debido al embrujo que la nueva escuela ya había ejercido en mí.


Cada día que asistía a clases en Acatlán, más y más me gustaba la escuela. Aunque eran pocas las instalaciones, las que había eran nuevas y los estudiantes éramos muy pocos; se puede decir que casi todos nos conocíamos, no solo entre los compañeros, sino también con los maestros y el personal administrativo, y eso a mí se me hacía completamente nuevo.


A todos les hablábamos de "tú". Asentadas las instalaciones en pleno Naucalpan, Estado de México, mis correligionarios, cuyo perfil era muy variado, provenían de una gran diversidad de comunidades de las cuales pude aprender bastante. En los primeros semestres, debido al tronco común, conocí a Alfonso, que iba a estudiar Filosofía. Siempre llegaba caminando parsimoniosamente con una quena debajo del brazo y un cuaderno hecho rollo en la bolsa del pantalón.


Vivía en Ciudad Nezahualcóyotl y tomaba el Metro y un camión para llegar a la escuela. Pasaba más tiempo en el trayecto de ida y vuelta que en las clases en la ENEP. Era de muy escasos recursos, su indumentaria así lo demostraba y, debido a ello, diariamente era perseguido por la policía en el sistema de transporte.


Otra compañera era Alma Rosa, cuya vocación era estudiar Letras Inglesas. Desde temprana edad tuvo que trabajar para ganarse el pan porque su familia descubrió que sus preferencias sexuales no eran las que ellos esperaban y, desde ese momento, tuvo que vivir aparte de su casa y su núcleo familiar.


Conocí a Arturo, de hablar ceremonioso, que en las mañanas iba a la ENEP a estudiar Filosofía y en las tardes cursaba estudios de pintura en La Esmeralda. Casi siempre lo acompañaba su novia, que también estudiaba pintura, y eran una pareja muy divertida.

Las compañeras con las que me gustaba conversar en los descansos, sentadas en los jardines, eran Tere y Pati; la primera estudiaba Historia, mientras que la segunda Letras Hispánicas. Tere solía reírse de todo, soltando sonoras carcajadas, mientras que Pati tan solo dejaba ver su dentadura.


Ambas llegaban y se iban juntas, pues sus domicilios estaban en La Merced y se acompañaban siempre. Algunas veces, a la salida de las clases, me daba aventón en su pequeño auto clásico Renault R4 1966 mi amiga Silvia, que en las mañanas estudiaba Pedagogía y en las tardes Teatro en la Escuela Nacional de Arte Teatral del Instituto Nacional de Bellas Artes. Llegaría a ser muy reconocida por haber formado una compañía dedicada a los niños, llamada La Trouppe.


Una de mis primeras clases de tronco común (conformado entonces por las carreras de Pedagogía, Letras, Historia y Filosofía) fue “Historia y Cultura”, que llevaría a lo largo de la carrera y que, incluso hasta el día de hoy, reconozco su importancia. La maestra que la impartía era Cristina González, docente enérgica y cuya voz era escuchada hasta el último rincón del salón, donde transmitía sus conocimientos. 


En la primera clase que nos dio, nos pidió hablar un poco de lo que significaría nuestra participación en los estudios universitarios que iniciábamos, ya que éramos la segunda generación de Humanidades de ese plantel de estudios superiores. Nos pidió que reflexionáramos un poco en la etapa de la vida en la que nos encontrábamos.

Estábamos muy jóvenes y en nuestro cuerpo seguían ocurriendo cambios bastante significativos que determinaban nuestro papel en la sociedad. Sin problema, de un día para otro podíamos convertirnos en madres o padres de una familia que quizá no tuviéramos prevista, porque daríamos inicio (si no lo habíamos hecho ya) a nuestra vida sexual.


También nos mencionó que quizá muchos iniciaríamos nuestra vida laboral (si es que esto no había ocurrido aún) y, a lo mejor, ese hecho nos separaría de los estudios que estábamos iniciando. Por otro lado, sería la primera vez que elegiríamos por votación a un presidente, senadores y diputados, porque en 1976, año en que inicié mis estudios de Pedagogía, habría elecciones.


La maestra Cristina González nos advirtió que si aún no sucedía, iba a pasar muy pronto que nos involucráramos amorosamente con alguna persona y eso trastornaría nuestra atención, nuestras hormonas y la perspectiva misma de la vida. Debo confesar que cuando llegó a ese punto, giré la cabeza para ver las caras de mis compañeros y a muchos les brillaba la frente que mostraba la ansiedad que sentían en ese momento, efecto de las palabras de la maestra González.


Su comentario nos llevó a reflexionar también acerca de si habíamos elegido correctamente nuestra vocación, ya que, aseveró, podría ser que en cualquier momento no encontráramos la motivación suficiente para dedicar nuestra vida entera a llevar a cabo la profesión para la que nos prepararía ese centro educativo.


No solo nos advertía de los cambios que estaban ocurriendo en nuestras vidas, sino que, cual pitonisa, dictó sentencia de nuestro futuro y no lo sabíamos. Estábamos frente a uno de los ritos de paso que tiene que enfrentar cada ser humano en su vida, uno de los más importantes, cuando ya no se es niña o niño, pero aún no se completa la madurez de un adulto. Ese tiempo cambiaría de modo significativo la vida de quienes, al menos, nos encontrábamos en ese salón.

Recuerdo que, en aquel entonces, el grupo etario al que pertenecía constituía la base de la pirámide demográfica en nuestro país.


Los jóvenes inundábamos las estadísticas, consolidándonos como sujetos políticos y de consumo. Poco tiempo después, cuando ya se formaban los corrillos en el pasillo mientras esperábamos al siguiente maestro, comentábamos sobre la clase de la maestra González.


Valentín, compañero de Historia, tuvo la ocurrencia de afirmar que la ENEP Acatlán era el mejor centro social que conocía en ese tiempo, porque ahí podía relacionarse con muchachas con las que ir a las fiestas, practicar algún deporte, salir a tomar con los amigos con poco dinero, ir al cine, recitales y conferencias, participar en actividades sociales y políticas, aprender idiomas y, si daba tiempo, terminar alguna carrera con la cual ganarse la vida honradamente. Todos soltamos la carcajada de forma unánime, pero el compañero de la gracejada no mentía.


Debo mencionar que, al ingresar al segundo semestre, varias compañeras y compañeros, no solo de Pedagogía sino del tronco común, fueron perdiendo al padre, a la madre o a ambos. En lo personal, mi padre falleció, lo que le dio un giro a mi estabilidad, ya que tuve que buscar trabajo si deseaba continuar con mis estudios. Ahí encontré al compañero de mi vida y confirmé que había elegido bien mi vocación, misma que hasta la fecha sigo ejerciendo, por lo que lo dicho por la maestra Cristina González se fue convirtiendo en un decreto de la verdad. Todos quienes la escuchamos quedamos verdaderamente sorprendidos del presagio, esa ojeada al futuro que nos compartió uno de los primeros días de clases en la ENEP Acatlán.

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Dirección:

Elisa Guadalupe Cuevas Landero

 

Subdirección:

Citlali Hernández Castellanos

 

Edición web:

Arturo Oscar Suro Cruz 

Colaboran en esta obra, miembros de la comunidad universitaria de la FES Acatlán y de algunas otras facultades de la UNAM; así como miembros de otras instituciones públicas nacionales y extranjeras. Los escritos son propiedad intelectual y responsabilidad de quienes los escriben y los firman.

Editorial de la revista impresa: 

innovación editorial lagares México

 

Crisol Acatlán

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