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  • José Curiel

Romería


Del tejado de zinc sobresalían cuatro botellas plásticas llenas de agua, y del borde del mismo, una colorida sábana con el rostro de María que se extendida hacia dos parales instalados en el jardín frontal. Estos elementos llamaron la atención de Jaime y lo rezagaron del resto del grupo. Al sentirse extraviado llamó a Antonio, pero su voz alertó al perro vecino que comenzó a ladrar despertando a sus dueños. Se vio forzado a tirarse al suelo entre unos matorrales para esconderse, y mientras esperaba a que el alboroto se acallara, continuó observando las botellas que le recordaban el sabor del guarapo[1], y la sábana que le recordaba a su sobrina.

 

[1] Bebida fermentada a base de panela (piloncillo, en México).

Al día siguiente se enteraría de que las botellas iluminaban el interior de la casa y que la sábana proveía de sombra el zaguán, aunque nunca dejó de sentir curiosidad por la imagen de María. Un silbido llamó su atención, escudriñó entre la penumbra y vio en una de las ventanas una mano que le señalaba la entrada a la casa.

En el interior de ésta, Antonio y Fernando, armados con palos inspeccionaban cada habitación. Felipe y Juana descargaban el equipaje, y Graciela llamaba a Jaime desde la ventana. Dieron con ese lugar por recomendación de un joven con el que se toparon más temprano ese día: les indicó que la casa era esquinera y estaba abandonada hace décadas, también que nadie quería estar relacionado con ella porque allí solían reunirse para adorar al Maligno con sacrificios humanos y animales… eso era lo que se decía.

Concluido el reconocimiento de la casa y, ya con Jaime además, no había nadie más en ella que ellos seis. La primera semana se empeñaron en observar los movimientos de la cuadra, tomaban turnos para dormir y cada cual registraba lo que sucedía durante su vigilia. Pronto establecieron que los mejores días para salir a la calle era de lunes a viernes, y la mejor hora, entre tres y cuatro de la madrugada. Con su debida precaución salía uno por día en búsqueda de agua, comida, herramientas, utensilios de aseo y dinero, a barrios distintos al que llegaron. Cada semana la persona que no salía debía encargarse de las plantas y la huerta que sembrarían por la casa. Así, de madrugada en madrugada y día tras día, fueron recolectando lo necesario para sobrevivir durante meses.

El primer mes fue duro, pero al menos ya tenían casa. A los tres meses de haberla ocupado, el desarraigo con el que ingresaron se aplacó por la asimilación del nuevo hogar y las nuevas rutinas que empezaron a echar raíces. Del mismo modo se disiparon las preocupaciones por el posible arribo de personas a inspeccionar la casa o a ocupar a su manera el espacio. Y, a pesar de que todavía les resultaba inverosímil que una leyenda simplona los mantuviera seguros, esperaban que ésta les ayudara a resistir por tres meses más.

Antes de separarse del resto de la familia convinieron en que el primer grupo que hallara un lugar sólido en el cual instalarse, contactaría a los otros para indicarles cómo llegar. La llamada debería hacerse entre las nueve y once de la noche de cualquier domingo, y para tal fin cada grupo tenía un celular que habilitaba solo durante esas tres horas semanales. El grupo que comunicara al resto la noticia de ‘un nuevo hogar’ tenía la última palabra y los otros debían ir a su encuentro. Entonces, además del bienestar de la familia entera, Jaime, Graciela, Antonio, Juana, Fernando y Felipe, deseaban que se cumplieran sus seis meses allí para ser ellos quienes llamasen primero; ya la casa les pertenecía, era su hogar y no se querían marchar de él.

Cuando se separaron tomando su camino propio no se imaginaron que darían tan pronto con una casa como esa, que les devolviera la familiaridad de cuadra, con sus animales, sus vecinos y sus personajes agridulces de barrio. Sentir que cada vez eran menos los aspectos desconocidos del trato con la gente, y que las situaciones inesperadas eran tan desconcertantes para ellos como para el resto de las personas, logró que se derrumbaran por completo las reservas, y la familia se abrió a su cuadra desde la clandestinidad: en sus desvelados turnos vigilaban la calle entera y de madrugadas acicalaban los jardines que veían decaídos y sucios, los perros y gatos callejeros eran atendidos y alimentados en secreto. Eran unos vecinos más, y esa era también su calle así nadie lo supiera.

Una noche de mayo, Juana llevó a la casa libros de la biblioteca del barrio: Kipling para ella y Robert Louis Stevenson para Antonio que siempre detallaba cómo aprendía de esas narraciones a enfrentar problemas específicos de su vida. En la cocina, Felipe y Jaime se encargaban de los sánduches para cenar, siempre la comida debía prepararse, no era conveniente cocinarla. Estando en la cocina conversaban sobre lo primero que cocinarían cuando volviera a estar la familia junta. Un gran banquete con cerveza y champan e invitar a los vecinos, y, ¿por qué no?, también a los policías del sector, al perro del vecino, a los que duermen en la calle… brindarle comida y cerveza a cualquier persona que pasara esa noche.

La emoción de la charla escalaba y los tonos de las voces subían y Juana o Antonio les pedían que se callaran para poder leer. Fernando, que escuchaba todo con una sonrisa, les hizo saber que él prefería pedir a domicilio comida y trago para no preocuparse por lavar platos ni vasos con la resaca del día siguiente, y claro, invitar a los vecinos para que ayudaran a pagar la cuenta. Hacia el fondo de la casa, Graciela dormía, era el siguiente su turno de salida y debía volver con noticias de la región. Hace meses no sabían nada nuevo sobre su pueblo y era importante saber cómo seguía la situación por allá. Los demás terminaron de cenar y le guardaron el sánduche a Graciela en su lonchera antes de irse a dormir, a excepción de Juana, que permaneció despierta leyendo hasta la madrugada, minutos antes de que Graciela se levantara. Era un 13 de mayo.

***

El barrio en el que vivían se caracterizaba, entre otras cosas, por su fervor religioso. Ya se habían dado cuenta de las personas que a lo largo del día repartían folletos de instrucción religiosa, paradas en las esquinas o de casa en casa. De hecho, ese mismo fervor era el que los había blindado contra las intromisiones: el aura del Maligno les permitió reconstruir su vida. Era éste un tema que trataban semanalmente: en el sentido de cómo asegurar su permanencia en una casa con semejante reputación y dentro de un barrio suscrito a creencias radicales. Las discusiones acerca del tema concluían en la tranquilidad general de que los vecinos entenderían – a partir del amor al prójimo – si se les explicaban las circunstancias de su ocupación, dado el caso de que algún día se acercaran a la casa. Sin embargo, otra cuestión que nunca imaginaron fueron las prácticas públicas en las que tales creencias encontraban su eco.

Ese 13 de mayo observaron con angustiante curiosidad cómo se movilizaba el vecindario entero, entre edificios y parques, la gente iba disfrazada con vestimentas de una época lejana y llevando a cabo actividades que combinaban lo carnavalesco con gestos energúmenos de escarnio e inquisición. Todo muy extraño y desconcertante… ¿Cómo iban a saber ellos que año tras año la cuadra organizaba romerías y congregaciones de conmemoración religiosa para encomendar el vecindario al amparo divino? Lo favorable que sucedía en la cuadra se debía a la disposición con la que asumían ese día del año, y lo desfavorable a que esa casa esquinera y abandonada – junto con lo que representa – siguiera perteneciendo al vecindario. Así que era en aquella esquina la estación final de esa jornada expiatoria, usualmente culminaba con sacrificios materiales, y una que otra vez, con sacrificios animales.

Cayó la noche y llegó la hora final, el instante en que los vecinos entrarían en la casa. Antonio y Juana los recibieron como se había establecido en dado caso, pero desde el otro lado, este encuentro resultó inesperado y pavoroso, según les concernía a través del relato popular: los cuerpos que habitaran o merodearan dicha casa eran cualquier cosa menos humana; y por años se habían estado preparando para este encuentro. Golpearon primero a Juana y sacaron a Antonio a la calle. Jaime, Fernando y Felipe no alcanzaron a pronunciar dos palabras. Antonio fue arrastrado al parque principal en donde hicieron lo que querían con él y de él. En los pocos minutos que duró el espectáculo deseó haber muerto como los demás, o sencillamente morirse rápido. Solo hacia el final, en el último suspiro, se acordó de Graciela.

A la mañana siguiente, el vecindario sintió por primera vez que la casa esquinera había saldado su deuda, ya no le temían ni la maldecían, y en las calles se respiraba renovación, bienestar, armonía. La gente se sentía a gusto, sin embargo, apenas sucediera la primera calamidad barrial en esta reciente era, habría que cimentar un nuevo símbolo sobre el cuál recayera la culpa, precedente de los fallos sociales; la culpa de unos pocos que afecta a muchos. Y esa verdad no dejaba dormir a varias familias que temían porque su casa fuese la próxima. Ese rumor inculcaba miedo a personas que en algún descuido se dejaron ver en pecado, en carne, en tentación, cediendo ante su condición humana.

 

Escritor de Bucaramanga, Colombia. Desertor del elitismo académico, cultural y religioso. Hincha del Atlético Bucaramanga y amante de los perros calientes

 


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