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  • Alexa Moreno Buendía

El telescopio perdido

I

En aquella extraña parte de la ciudad, la más extraña de todo el globo terrestre, todas las tardes heladas, que para los habitantes acostumbrados a climas moderadamente cálidos, denominaban con mucho esfuerzo de tolerancia “el odiado invierno”, yo solía observar desde mi pequeña ventana del edificio un paisaje elemental en el que las masas de transeúntes bajaban con premura las escaleras en dirección a introducirse en las paredes subterráneas del metro. Algunos de ellos cargaban bolsas de plástico; otros sujetaban con sus guantes portafolios llenos de documentos.

La mayoría de los cuerpos estaban disfrazados con ropa muy holgada y oscura, temblando sin parar, a un ritmo desigual pero en conjunto y a distancia se podía percibir, a los ojos de un curioso observador, un movimiento armónico. Era yo ese “curioso” observador que cotidianamente pierde el tiempo cada vez que se le presenta la oportunidad de hacerlo.


Qué importa el tiempo cuando uno ya ha terminado sus deberes; en mi caso, yo ya había terminado la tarea. Antes de este día no solía tener nada parecido a un ser curioso como lo fueron Einstein o Kafka en su momento. No, en serio. Sólo perdía un poco de más el tiempo hasta esta tarde en la que me impactó de manera incontenible un hombre entre otros hombres, de los mismos que se dirigían al gusano subterráneo. ¡La curiosidad de los grandes había tocado a mi puerta! Había tocado cuando un sujeto con sombrero abombado, saco negro con corbata verde limón con Botas blancas, se diferenciaba entre la multitud.


El color casi fosforescente de su corbata llamó inmediatamente la atención de mi mirada. Alcancé a observar que dirigía con sus manos, con la misma sutileza de un mago, las direcciones correspondientes a la caja que transportaban cuatro sujetos en cada una de sus esquinas. Me pareció que decía algo como “¡Por aquí!”, “¡No, no tan rápido por favor!”, “Por acá, síganme, con cuidado señores, por favor”. Parecía que llevaba dentro un objeto de peso considerable y por cuya diligencia y meticulosidad que los custodios desprendían de sus gestos corporales debía ser de suprema importancia.


Vi que los custodios y el mago pararon por un momento en la décima escalera de las cincuenta por recorrer. No esperé más y bajé con tremenda rapidez a investigar lo que la caja ocultaba. Ya en la calle, mientras esperaba que el semáforo cambiara de color para cruzar la avenida e ir sin límite a mi objetivo, un vendedor de periódico gritaba:

“¡Extra, extra! ¡Anuncian llegada de Fecker a nuestro planetario! ¡Extra, extra...!”


Mi atención en esos momentos se limitaba crudamente a que esos cuatro sujetos y el mago no desaparecieran por ninguna razón de mi vista. Por suerte, el semáforo se puso en verde y pudimos avanzar yo y toda esa multitud que parecía dirigirse hacia mi objetivo. Mientras yo esquivaba las bolsas y los zapatos de aquella multitud que me rodeaba interminable, el mago y sus secuaces ya habían desaparecido.


¡No lo podía creer! ¿A dónde rayos habían ido? Descendí hasta llegar a la taquilla, revisé las filas deseando encontrar la caja entre toda esa humanidad reproducida, hasta que un curioso –aún más curioso que yo–, señalando al norte con brazo extendido, gritó fuertemente: “¡Ahí va nuestro Fecker, humanidad! ¡Viva la ciencia, señores!...” Sin embargo, a pesar de tan alegre y emocionante expresión en su rostro, la gente seguía su rumbo sin ninguna pizca de inmutación por aquellas palabras; la mayoría lo miraba como se mira a un loco en su celda.

El curioso más curioso que yo era un joven enjuto que llevaba encima una bata blanca cuyas siglas no alcancé a descifrar; sus anteojos negros le cubrían el cincuenta por ciento del rostro. A pesar de ello, alcancé a ver el brillo de su mirada y el color casi rosado en sus mejillas, producto de la impresión sin igual que acababa de experimentar.

Poco después arrastré la mirada a la dirección que mostraba con su brazo y encontré la susodicha caja que buscaba. El mago precedía, como la primera vez, a los custodios. Siguiéndo los pasos del joven curioso, pude estar en el momento exacto en que el mago chocó su palma con la del joven, diciéndole:


“Sí, exacto... éste sólo es el comienzo: estamos en la era en que el universo nunca pudo estar más cerca de nuestro sojos... ¡Nebulosas, polvo cósmico, planetas helados, estrellas calientes! Todo lo que podamos conocer está bajo nuestras propias posibilidades en el avance científico; está bajo nuestras propias manos...” lo decía sin tomar aliento, haciendo ademanes con gran júbilo arrebatado, mientras que el joven de la bata blanca parecía desvanecer su pisada mientras escuchaba las palabras de su locutor y tocaba con diligencia el borde de la gran caja.


Su mirada adolescente brillaba inundada de una especie de lágrimas penosas, de ésas que nunca salen de ningún lugar, que se tragan a fuerza de no exponer algún tipo de debilidad; pero en él, parecía que la debilidad no existía, no existía nada más que un sentimiento aún no experimentado por mí; aún por mí nombrado jamás...


Era una mirada, mezcla de felicidad, asombro, esperanza y misterio.Leí en la parte media de la caja: