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Fin de semana

Citlali Hernández Castellanos

Sergio ha tomado el último trago de cerveza, ha empinado la botella hasta que la espuma en el fondo escurre por su boca. Con la mano izquierda y con la manga sucia, producto del trabajo en el taller mecánico, limpia la humedad que se ha quedado alrededor de sus labios. Saca dos billetes de su bolsa y los deja sobre la mesa, toma su mochila y se dispone a caminar hacia su casa: no sabe la hora del día que es, pero lo oscuro de la noche le recuerda que debe volver.

Es sábado, lo sabe porque, de lo contrario, no habría dinero en su bolsillo, pero no recuerda la fecha y mucho menos que esta mañana su mujer, mientras servía los últimos huevos de la despensa, le dijo que no se gastara el dinero en su acostumbrada borrachera; que lo necesitaban porque los niños no entrarían más a la escuela si no pagaban las nuevas cooperaciones derivadas del pago de luz, gasto que, desde enero, los padres absorbieron ante la nueva organización del presupuesto educativo.


Salió de aquel bar con la mitad de su sueldo, pero feliz de ver a su equipo favorito ganar y con la satisfacción de haber invitado una cerveza a sus amigos –a sus compadres del alma–, y a la amante que lo esperaba cada sábado para distraerlo de sus problemas conyugales.


Ahora mismo, mientras caminaba por la calle principal en espera del transporte público que lo lleva hasta su casa, le pareció ver a su mejor amigo con la mujer que, hasta apenas unas horas antes, había estado sentada en sus piernas; sin embargo, no pudo verificar la escena tras intentar cruzar la calle y ser sorprendido por las luces de un automóvil que volanteó para no arrollarlo.


Le tomó unos minutos recuperarse del susto mientras enfocaba para leer los anuncios del camión al cual subiría. Una vez arriba, el chofer del camión arrebató un billete de cincuenta, tras estar harto de esperar a que el borracho a bordo de su unidad pudiera contar el pasaje exacto.


Sergio se sentó hasta el final del camión y abrazando la mochila en la cual traía los tuppers que su mujer le había dado esa mañana, tomó una siesta. Lo despertó el grito del chofer que le mentaba la madre al conductor de un automóvil que no le había permitido meterse en el carril donde el avance vehicular era más rápido.

 

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Sergio se paró de su asiento para poder ver a través de la ventana y ubicar el lugar donde estaba; aún le faltaban unas cuadras para llegar a su casa, pero pidió la parada para poder caminar hasta su puerta, esperando que la borrachera cediera un poco. Finalmente llegó a su casa donde su mujer lo esperaba desesperada con el niño menor en brazos, movió la cabeza mientras lo miraba atravesando la puerta de metal que desde hacía unos años no tenía vidrios debido a un arranque violento de Sergio que terminó con todos los vidrios rotos de la casa y con la esposa en el hospital.


La cara de la mujer había pasado de angustia a coraje y nuevamente a angustia; antes de hablar respiró profundo y preguntó a Sergio por parte de su salario, pues lo necesitaba para llevar al niño al médico pues ardía en calentura desde el mediodía. Sergio sacó de su bolsa el resto de su dinero y lo botó en la mesa expresando su coraje hacia su familia; en esa casa nunca encontraba tranquilidad, parecía que todos los días y, especialmente los sábados, la mujer y sus dos hijos se las ingeniaban para fastidiarle la vida.


Mientras la mujer salía de la casa con los dos niños a su cargo, “Checo”, como lo apodaban en casa, se dirigió al refrigerador para mirar qué podía comer pues moría de hambre después de volver el estómago en el baño del hediondo bar cercano al trabajo. Su enojo fue mortal tras comprobar que, como todos los días, en su casa no había nada para saciar su hambre. Los trastos fueron los primeros en caer al piso, después la licuadora vieja que su suegra había regalado a su mujer y, finalmente, las sillas de plástico que conformaban el comedor.


Después de esto, el hombre de veinticinco años caminó hacia la parte de aquel cuarto que hacía de dormitorio y se dejó caer en la cama. La mañana era cálida: lo sabía porque podía sentir el sudor en su cuerpo y lo confirmó al escuchar al locutor de la radio recitar la hora y el clima: –Diez de la mañana con veinte minutos. Veinticinco grados alcanza ya la capital esta mañana. Si va a salir, lleve paraguas, se pronostican lluvias para esta tarde.


El mecánico aprendiz pretendió no escuchar los llantos de su hijo menor; sin embargo, con un grito intimidante le mandó a su mujer que callara el niño. Sergio se sentía furioso de nuevo: el domingo era el único día en que podía dormir hasta tarde y el llanto del pequeño interrumpía su descanso.


La mujer pidió piedad por el pequeño que estaba enfermo y no había podido dormir toda la noche, pero eso no sirvió de nada: un golpe en la cara hinchó al instante el rostro de Carmen. El niño mayor rogó por su madre mientras las lágrimas comenzaban a salir. La escena fue interrumpida por el compadre que tocó la puerta en busca de Checo para poder irse juntos al partido programado para las once de la mañana, en el campo de futbol improvisado en la colonia.


Para Sergio no había día mejor que el domingo: era el día en que además de levantarse tarde, podía hacer cosas que realmente le gustaban: jugar futbol, estar con sus amigos y embriagarse hasta perder el conocimiento sin la espantosa angustia de saber que estaba lejos de su casa; no importaba lo realmente ebrio que estuviera, sabía que tarde o temprano Carmen iría por él para regresarlo a casa.

Sin embargo, ese domingo era diferente: la parte de su salario que correspondía para estos merecidos gustos no le fue brindado. La mujer trató de explicar que aunque el médico de urgencias del centro de salud había atendido a su hijo menor, no había podido evitar gastar el resto del salario en medicamentos para curar al pequeño. A Sergio no le quedó más que sentarse a la mesa y almorzar la sobras de la comida que Carmen traía cada día de la casa en la que trabajaba como sirvienta.


Prendió la TV y sintonizó el divertido programa que transmitían todos los domingos por la mañana y mientras tomaba sus cervezas que unos minutos antes había traído su hijo mayor –producto de su poder de convencimiento hacia el tendero que cada día le fiaba productos– observó un reportaje acerca de cómo el Gobierno de la República había fortalecido la economía mexicana y escuchó atentamente las opiniones de los famosos conductores que proclamaban que pronto habría un bienestar generalizado para los mexicanos.

Finamente su relajación fue interrumpida por los llantos cada vez más fuertes del pequeño que vomitaba los pedazos de pan y café que había consumido unas horas antes. Sergio trató de calmarse, respiró, pero no pudo contener el grito:

– ¡Calma al niño!


–Eso trato, pero tiene mucha fiebre– contestó Carmen.


–Pues dale la medicina, babosa–gritó aún más fuerte.


–Ya se la di, pero aun así no mejora; creo que deberíamos llevarlo al médico, pero con el particular, porque los del centro de salud siempre te dicen lo mismo–argumentó la mujer.


–¿Y por qué no lo llevas? ¿Estás esperando a que lo haga yo, como todo? –Sergio preguntó aún más molesto, –¡cómo eres pendeja!– concluyó.


–Pero no tengo dinero, ¿cómo va a atender al niño si no llevamos con qué pagar?


– ¿Y de dónde quieres que saque dinero? Todo te lo di ayer, todo lo que gano es para ustedes ¿todavía quieres más? Ve y pídele a tu madre o a la metiche de tu hermana que siempre se mete en lo que no le importa.


En ese momento el niño comenzó a convulsionarse. “Chequito”, como le decían al niño por llamarse como su padre, se contorsionaba sin que la madre pudiera hacer algo. Inmune al momento, pues estaba acostumbrado a que siempre lo chantajearan con esos cuentos, Sergio salió de la casa en busca de un lugar donde pasar la tarde tranquilamente.

En la esquina encontró al “Judicial”, personaje que había adquirido su apodo debido a que por unos meses trabajó como policía local, aunque ahora se presumía que había cambiado de bando y que trabajaba como narcomenudista del cártel que controlaba el paso de droga por el estado.

 
 

Encontrarse al Judicial en la esquina siempre era considerado como un acto de suerte: las cervezas eran gratis para todos los que tuvieran la dicha de coincidir en el bar de la esquina con este personaje. Este domingo había pasado de ser trágico a ser maravillosamente embriagante para Sergio, por lo que pasó toda la tarde cantando con “la rocola” que otros alimentaban con monedas de diez pesos.


Cerca de las 9 de la noche, como lo constató en el reloj lujoso del Judicial, se dispuso a salir del bar; sabía que Carmen, como forma de mostrar su molestia, no saldría a buscarlo para llevarlo a casa. Ella era capaz de hacer lo que fuera con tal de complicarle la vida.

Dio las gracias al Judicial y atravesó las puertas del bar; sin embargo, estuvo a punto de regresar a él cuando vio a su cuñada –la hermana de su esposa– ir en dirección de su casa, pero algo le llamó la atención: la mujer llevaba flores y una vela en los brazos.


Con la poca conciencia que aún le quedaba, trató de pensar en qué había pasado en su casa para que la cuñada llevara flores, sonrió al pensar que iría a avisar a Carmen que su suegra había muerto y su felicidad se terminó cuando se dijo a sí mismo que no tendría tanta suerte...

Respiró hondo y tomó las fuerzas suficientes para ir detrás de su cuñada, le alegró un poco pensar en que podía hacerla enojar con un comentario acerca del infiel de su marido y se iría en un par de minutos.


Sus pasos fueron lentos, pensó en lo horrible que sería ir a trabajar al otro día, pensó en que debería irse más temprano para no toparse con las malditas manifestaciones que habían comenzado a ser habituales en la capital, pensó en lo fantástico que sería que mataran a toda la bola de huevones que no se ponen a trabajar en lugar de estar estorbando a las personas a las que el gobierno no las mantiene y una sonrisa llenó su rostro al imaginarse con un arma en la mano y disparando desde el trasporte público a los manifestantes.


Sergio no sabía con exactitud qué le molestaba más, si saber que al día siguiente tendría que lidiar con el Maestro mecánico que le gritaba cada vez que le daba la gana o pensar en que tenía que compartir la cama con una mujer a la que no quería, pero que había tenido que tomar como esposa después de dejarla embarazada.


Sus brazos comenzaban a tomar fuerza al llenarse de rabia con tantas cosas desagradables en su vida, abrió la puerta con fuerza buscando a su esposa para golpearla: se lo merecía por arruinarle la vida. Sin embargo, algo lo hizo cambiar de opinión: Carmen y su hijo mayor lloraban en la orilla de la cama, las flores encima de una sábana blanca que cubría un pequeño bulto y la vela prendida en las manos de la cuñada que rezaba lo hicieron comprender la situación: su hijo su "Chequito" estaba muerto.

 

Dirección:

Elisa Guadalupe Cuevas Landero

 

Subdirección:

Citlali Hernández Castellanos

 

Edición web:

Arturo Oscar Suro Cruz 

Colaboran en esta obra, miembros de la comunidad universitaria de la FES Acatlán y de algunas otras facultades de la UNAM; así como miembros de otras instituciones públicas nacionales y extranjeras. Los escritos son propiedad intelectual y responsabilidad de quienes los escriben y los firman.

Editorial de la revista impresa: 

innovación editorial lagares México

 

Crisol Acatlán

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