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  • Blanca Samadhy Bautista Alvarado

El Apando


Conocido ahora como el Archivo General de la Nación, se encarga de resguardar aquellos documentos fundamentales del Estado Mexicano, de entidades privadas e instituciones gubernamentales, se dice que hay documentos de la administración novohispana, contiene cerca de 375 millones de hojas que en longitud equivalen aproximadamente a 52km.[1]

 

[1]https://www.gob.mx/agn/articulos/la-organizacion-y-descripcion-documental-del-agnmexpartefundamental-de-la-gestion-archivistica?idiom=es [Consultado el 18 de junio de 2017].

Erigido en septiembre de 1900, durante el régimen de Porfirio Díaz su objetivo inicial fue el de servir como penitenciaria, respondiendo al modelo panóptico según el cual en el espacio central se alza omnipotente en una forma poligonal de 35m de altura rodeada por pasillos, vigilando desde ahí, todo el penal siendo una especie de “gran hermano” pero no tan fraternal.

Con la esperanza y la planeación de albergar 800 varones, 180 mujeres y 400 menores, en tan sólo 70 años su población llegó a 3800 internos. La desatención jurídica, pésima alimentación, corrupción a todos los niveles fueron las razones que enarbolaron los motivos del cierre de ésta. Así, el Palacio de Lecumberri pasó a ser mejor conocido como el Palacio Negro.

Fotografía por: Héctor García Cobo.

Todo tipo de “criminales” tuvieron la oportunidad de alojarse en este Palacio, como David Alfaro Siqueiros, Juan Gabriel, Goyo Cárdenas, y el escritor mexicano y marxista José Revueltas quien al ser un personaje incómodo para la clase política fue acusado de ser autor intelectual de los movimientos estudiantiles de 1968, quien fue condenado a 16 años de prisión pero es liberado bajo palabra dos años después de su encierro; asándose en esta experiencia escribe una novela corta llamada El apando haciendo referencia al encierro, al exilio que se vivía en la celda de castigo dentro de la misma cárcel.

Siendo Lecumberri una institución total dónde donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo de tiempo apreciable, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente. (Goffman, 1992) fungiendo las rejas como un condensado de la sociedad, reflejando el descuido, la corrupción, la violencia y la pérdida de la identidad.

Goffman también menciona que toda institución absorbe parte del tiempo e interés de sus miembros manifestándose esto de forma material como lo menciona Revueltas cuando habla del espacio para poder mirar fuera del apando, una pequeña ventanilla que parece más una guillotina a espera de terminar con la vida de sus presos.

Mientras que los monos no tienen problema en ejercer las degradaciones, humillaciones y profanaciones del yo. Todos uniformados, todos encerrados. Quizá sin conciencia intencionada si no retomando a Rene Kaës, cumpliendo con los términos del contrato narcisista que exige que cada sujeto singular ocupe su lugar ofrecido en el grupo.

Como consecuencia, al situarse cada vez más lejos de la centralidad del orden y de las leyes, los reclusos de El Apando convienen en producir su propia ley y eligen vivir en la barbarie. Utilizando los criterios formulados por Foucault acerca de los modelos tradicionales de exclusión del “otro” hacia la marginalidad.

Todavía adentro de esa prisión existían más cosas disfrazadas con libertad, por ejemplo, la droga que les brindaba una sensación de escape, de libertad , que les ayudaba a olvidarse de la realidad que vivían y sobre llevar alguna esperanza del tiempo que transcurre lentamente, viene simbolizando todo aquello que nos gusta, que nos palia, de la realidad por el simple hecho de hacernos sentir bien.

El Carajo, mote asignado por sus compañeros de celda porque era un ser repulsivo e inútil, tuerto, cojo, les despertaba esa sed primitiva de matar pero los detiene la conveniencia, no lo hacían porque les servía para traficar droga para evadirse de la cruda realidad.(Kaës, 1989). Pero ese "bienestar", en cuanto se consume, debe ser imperecedero, sin importar el precio, aun para aquél que implica tolerar y sobrellevar a ese repugnante ser siniestro y, miserable, cuya principal habilidad y talento es el de saber traicionar en el momento preciso; es decir, ejecutar una clase de libertad y empoderamiento más precisa y eficaz que la que produce la droga: la voluntad.

José Revueltas sabe con precisión la medidas en pasos –lo vivió varias veces en su vida– residen en aquel encierro: “…treinta metros más o menos, sesenta de ida y vuelta…” y conoce las emociones, está familiarizado con el odio irracional, el asco, de por sí insoportable, que parece nacer por generación espontánea, ese desprecio que sienten Polonio y Albino al convivir con esa maldición kármica encarnada que es el Carajo, y como medio para sortear la repulsión, los mantiene en pie la esperanza de liberarse de él, de su representación física del encierro, de eliminarlo, de liberarse de su mirada de mal agüero.

Pero no es momento, no aún, es el mal necesario, lo necesitan a él porque necesitan a su madre. Ilustrando también a la violencia como único mecanismo que permite la convivencia en estas sociedades fragmentadas.

Estigmatizando así mismo a sus seres cercanos, a su madre o a La Meche y a La Chata que no sólo son vehículos para el tráfico de la droga, sino que también se han vuelto los objetos del deseo no sólo de sus hombres, sino también de las manos encargadas de las aduanas entre el exterior y el interior del penal, manos de vestidura engañosamente femenina.

Esa misma meticulosidad empleada en la revisión del sinuoso cuerpo de las dos mujeres, resulta cosa impensable con la madre del Carajo, aún dueña de cierto respeto y credibilidad entre las autoridades, por su apostura de ídolo prehistórico, incapaz de provocar un pensamiento lúbrico entre ningún sexo, y por ende, de características perfectas para realizar la tarea que se le encomienda que además, ninguno de ellos ponía en tela de juicio la culpabilidad o la inocencia del hijo, del marido o del hermano, sólo sabían que estaban ahí y eso era todo, explica el narrador.

Ello ocurría tal vez, porque la mayoría de los internos pertenecían a la llamada clase social «baja». No ocurría lo mismo con otro tipo de visitas, como podemos leer a continuación:

Cuando alguna señora de clase alta llegaba a pisar esos lugares, las primeras veces, su preocupación única, obsesiva, manifiesta –que terminaba por carecer de toda lógica y aún de ilación- era la de establecer un límite social preciso entre su preso –las causas por las que estaba detenido, lo pasajero y puramente incidental de su tránsito por la prisión- y los presos de las demás personas. Al suyo se le «acusaba de», sin tener ningún delito -aunque las apariencias resultasen de todos modos sospechosas- y ya se habían movilizado en su favor grandes influencias, y dos o tres ministros andaban en el asunto (Revueltas, 1969).

Finalmente, también se puede observar una inversión en las relaciones de poder y de castigo. «Los monos», que vigilan a los internos, están presos también, sólo que ellos no son conscientes de su situación. Quizá, porque no han tomado conciencia de clase, o tal vez, porque su sistema de creencias está tan normalizado por el Estado, que ingenuamente creen que están en una posición de poder frente a los presos. Revueltas, con su discurso subversivo, nos dice que no es así.

Estaban presos ahí los monos, nada menos que ellos, mona y mono; bien, mono y mono, los dos, en su jaula, todavía sin desesperación, sin desesperarse del todo, con sus pasos de extremo a extremo, detenidos pero en movimiento, atrapados por la escala zoológica como si alguien, los demás, la humanidad, impiadosamente ya no quisiera ocuparse de su asunto, de ese asunto de ser monos, del que por otra parte ellos tampoco querían enterarse, monos al fin, o no sabían ni querían, presos en cualquier sentido que se les mirara, enjaulados dentro del cajón de altas rejas de dos pisos, dentro del traje azul de paño y la escarapela brillante encima de la cabeza… encarcelados, jodidos (Revueltas,1969).

 

Fuentes:

Bibliográficas

Goffman, Erving. Internados ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales. Argentina: Amorrortu, 1992.

Kaës, René. La institución y las instituciones. Argentina: Paidós, 1989.

Revueltas, José. El apando. México, Era,1969.

Digitales

Foucault (1973) Prisiones y motines en las prisiones. Entrevista con B. Morawe, Dokumente: Zetschrift für übernationale Zusammenarbeit, año 29, nº 2. junio de 1973, págs. 133-137; en,

https://webs.ucm.es/info/especulo/numero37/elapando.html

 

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