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  • Javier Cadena Cárdenas

El lenguaje de la corrupción

Una nación empieza a corromperse

cuando se corrompe su sintaxis

Octavio Paz

Siempre he creído que una sociedad en sus adagios, dichos y máximas, plasma su sentir y su visión de la realidad. También tengo la convicción de que sin lugar a dudas los mexicanos somos muy prolíficos, ricos y duchos en este tipo de expresiones. Y en todos los temas. Y la corrupción no podía ser la excepción. Claro que no. Durante años hemos escuchado lo que a ciencia cierta representaba una realidad en esos tiempos, no muy lejanos al hoy en el que estamos inmersos en una situación sui géneris en dicha materia.

"La corrupción somos todos", fue una expresión famosa de los años setenta del siglo pasado, mediante la cual de manera ingeniosa la ciudadanía hacía mofa de otra esparcida desde los espacios del poder: "la solución somos todos". Además de popular, esta expresión fue muy importante porque desde la sociedad se reconocía la existencia de esta práctica.

Fue tan importante que inmediatamente después desde los espacios del poder político se acuñó aquello de la “renovación moral de la sociedad”, lo que provocó que un político de esos que tenían como máxima eso de “político pobre, pobre político”, especificara que esa renovación moral era de la sociedad, más no del gobierno.

No olvidemos, además, que durante mucho tiempo la clase en el poder quiso "tapar el sol con un dedo", colocando a la corrupción en una zona de oscuridad para que no se viera, aunque, paradójicamente, esa zona estaba a plena luz del día a día.

Pero con esas cuatro palabras –“la corrupción somos todos”- la población reconoció la existencia de la corrupción, así como el hecho de que había contaminado a todos y cada uno de los sectores, y no simplemente al político como muchos habían pretendido hacernos creer.

Y sí, hay que expresarlo con claridad: en aquellos tiempos la corrupción impregnó a todos los sectores nacionales, y es que, como se decía en esos días: "el delito paga". Y la corrupción es un delito que a quienes lo practicaron les pagó, y muy bien.

Pero lo digo con reconocimiento y plena satisfacción: la corrupción no impregnó a todos los miembros de la sociedad. Efectivamente, desde siempre hemos sabido y conocido a políticos, funcionarios, empresarios, burócratas y ciudadanos de a píe, que en su cotidianidad se conducen con honorabilidad, honestidad y honradez.

Aunque aquí es oportuno traer a colación otra expresión coloquial: "una golondrina no hace verano". Una o varias, no importa. Lo relevante sería que en materia de corrupción, permítanme la metáfora, todos los mexicanos fuésemos golondrinas, ya que con ello en el país siempre sería verano: cálido y transparente.

Pero este reconocimiento de la sociedad en el sentido de que "la corrupción somos todos", derivó o, más bien, permitió que ciertas autoridades -cuya obligación era respetar y aplicar la ley en todas las materias y sentidos, pero en especial en temas de corrupción-, de manera irresponsable dijeran que "la corrupción es un asunto cultural".

Y con esta expresión, hay que decirlo abiertamente, justificaron sus propias acciones de corrupción, y también intentaron esconder su absoluto fracaso en el combate a la misma. Y lo peor, lo hicieron con un dejo de cinismo y sin importarles dejar huella de sus acciones anómalas, confiados siempre en la impunidad imperante en ese entonces, y que esas autoridades y sus cómplices disfrutó a plenitud.

Hace un siglo, en los primeros tiempos post revolucionarios, un diputado acusó de corrupto a un distinguido y alto funcionario en el poder, quien al hacer acuse de recibo del señalamiento en su contra, invitó al legislador a que comprobara su dicho: "quien acusa, prueba", dijo plácidamente.

Ante tal reto, el diputado le reviró de manera ingeniosa: "lo acuso de corrupto, más no de descuidado", respondió, y según los anales de la historia, dicha anécdota lamentablemente quedó en eso, en simple anécdota.

Pero lo positivo de ella es que me permite vislumbrar, aunque sea de manera tenue, que en el México de hoy ya no es una coraza de acero impenetrable eso que salvó al funcionario de hace un siglo, y que en tiempos más recientes hizo popular una canción: "que no quede huella, que no y que no, que no quede huella".

Hoy, debido al cambio de paradigma en las prácticas gubernamentales, a la modernización legislativa, a la aplicación de la justicia, y a los adelantos tecnológicos, se tiene la intención –o al menos así se percibe en el discurso oficial- de investigar y castigar a quienes cometan actos de corrupción.

Antes, en aquellos tiempos de la imperante impunidad, había otra expresión que pintaba muy bien a quienes pretendían ejercer un cargo público, no para servir a través de él, sino para servirse de él: "A mí no me den, a mí pónganme en donde hay", se decía.

Y si a quien lo manifestaba lo nombraban en el encargo anhelado, era notorio que al poco tiempo su economía personal mejoraba de una manera ostensible y, por cierto, muy explicable, echando por la borda esa expresión con la que de manera hasta inocente se intentaba esconder a la corrupción: "enriquecimiento inexplicable". Es decir, este hipotético pero real personaje, con su expresión y con sus acciones, mostraba lo corrupto que era, primero en potencia y después en realidad.

Y es que, no hay que olvidarlo, siempre se nos dijo que si uno no lo hacía, vendría otro y sí lo haría. Y, bueno, casi todos sucumbieron ante la tentación. Tanto, que a la corrupción se le dio un estatus de normalidad, aceptada y reproducida por una mayoría que se justificaba a sí misma con aquello de "¡a quién le dan pan que llore!"

Pero todo esto, hoy en día y según el discurso oficial, se está combatiendo y, paso a paso, erradicando, y ponen como ejemplo el que en la actualidad para nombrar o ratificar a un funcionario, se pondera más su honestidad que la capacidad técnica que posea. Y es que habrá de reconocer que la honestidad es una forma de vida, y la capacidad técnica se adquiere trabajando. O lo que es lo mismo: "la práctica hace al maestro", y muy pocos de aquellos que caminan por el fango, salen limpios.

Hoy, de acuerdo al discurso gubernamental, para colaborar en la administración pública no basta con ser "experto". No, también es muy importante ser honesto. Y con la honestidad, se afirma, dejará de ser una constante aquello que se decía y se ponía en práctica: "quien no tranza, no avanza".

Y con la tranza indudablemente avanzaba quien la ponía en práctica, pero la administración gubernamental y empresarial, así como la población en general, se mantenían estancadas dentro de hechos y acciones que traían como consecuencia las desigualdades y las injusticias sociales, económicas y políticas. Y también de manera relevante provocaba desconfianza en todo lo que tuviese que ver con la política, en especial con los actos de gobierno.

Y sobre este tema, las tres primeras administraciones federales del presente siglo, dejaron infinidad de ejemplos. Y es que, hay que tenerlo presente, un gobierno corrupto carece de credibilidad.

Así que se vale preguntar: ¿qué confianza se podía tener en una clase gobernante que permitía y practicaba fraudes económicos, sobornos, delitos de cuello blanco, fraudes electorales, tráfico de influencia, burocratismo, dádivas, regalos, el "dejar hacer, dejar pasar", así como violaciones a la ley y al estado de derecho?

¿Qué confianza?, vuelvo a preguntar, si hasta se reconocía por ahí que “en la política no hay honor”.

Y es que en ese entonces parecía que a los actos de corrupción se les veía como acciones llenas de virtud y de sabiduría, y a manera de reasignación ciertos integrantes de la población se decían a sí mismos: "mientras no me perjudique, no me importa".

Pero, hay que decirlo, con esta actitud se convertían en cómplices. Y es que en todo acto de corrupción participan más de un actor: los corruptores, los corrompidos, y los testigos, mudos, ciegos o sordos, pero testigos al fin, y si no lo denunciaban, en automático adquirían el rol de cómplices. Así de simple.

Por ello, coincido en eso de que la corrupción es un mal, un delito, que mucho daño ha hecho al país.

Y la corrupción, junto a la delincuencia organizada, conformó un caldo de cultivo para el imperio de la desconfianza, la impunidad y la inseguridad pública, que durante muchos años ha imperado a lo largo y ancho del territorio nacional.

Por este motivo, se dice desde los espacios gubernamentales, actualmente se han emprendido acciones legislativas y de políticas públicas, encaminadas al combate y erradicación de la corrupción y de la impunidad en todos los aspectos de la vida pública nacional.

Los ámbitos de la administración pública, en sus rubros presupuestal, de austeridad, transparencia y rendición de cuentas, han cobrado énfasis, así como el fraude electoral en sus diversas aristas.

Y todos ellos han sido catalogados de nueva manera en el sistema normativo nacional. Nuevas categorías que posibilitan su detección, investigación y sanción, acordes a la legalidad y a los tiempos actuales de, se ufanan desde el gobierno, “honestidad a toda costa”.

Otro vital instrumento implementado en el combate y erradicación de la corrupción es la puesta en práctica de acciones éticas a manera personal, profesional y laboral, lo que, se afirma desde donde se detenta el poder, permite actuar con honestidad, transparencia, eficiencia, eficacia, y de frente a la sociedad.

Y con ello, han dicho sin reparo, en México la moral dejará de ser un “árbol que da moras", y se convertirá en una “conducta que da resultados”.

Para finalizar, permítanme compartirles la anécdota que me orilló a escribir estas líneas: hace unos días alguien me dijo que "la corrupción es contemporánea del oficio más antiguo del mundo, y por lo mismo ha existido siempre".

A lo que simplemente le respondí: "ha existido siempre, sí, pero eso no debe ser una condena de por vida". Y rematé mi comentario: "la corrupción no debe de existir para siempre".

Y, no lo duden, para eso debemos trabajar todos, y con ello tengo la certeza que se iniciaría una nueva etapa de expresiones afines, como por ejemplo: "la honestidad somos todos".

 

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