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  • Marco Antonio Hernández Aguilar

Alegoría de una noche de verano


Recuerdo con frecuencia aquél lluvioso verano. Estábamos a finales de julio cuando la vida me mostró lo desgarradora que resulta la existencia en el desacierto de lo increíble.

La vida duele, el cuerpo duele. ¿Qué es el cuerpo humano y cuáles son las consecuencias de su uso prolongado?

Ya han pasado un par de años de aquel julio lluvioso, de ese julio pantanoso en que la tormenta lavó las ficciones de mi realidad.

Pasó tanto antes de que todo pasara, y ha pasado aún más desde que todo pasó.

Era un sábado cualquiera. Quizás no lo era. Quizás somos tan ingenuos que no damos verdadera importancia al tiempo hasta que corre en nuestra contra.

Era un sábado cualquiera.

El reloj de pared se derretía frente a mi mirada. Me sentí, para mi sorpresa, liberado. ¿Existe el tiempo?

El mundo es intransitable para nuestros frágiles pies. El dominio de la naturaleza es nuestro (supuesto) fin. El reloj se derretía, me sentía liberado.

La cabeza me daba vueltas, pero no me sentía enfermo. Renuncié a mis miedos y pude verme fuera de lo aparente. Me desvanecí para ser parte del todo. Iba cayendo por un espiral donde la luz y la oscuridad alternaban su dominio.

Voces, muchas voces. Todos los idiomas posibles.

Risas, cantos, rezos.

Olores: la vida, la muerte.

Todo se contrae hasta desaparecer, todo se extiende hasta el sinsentido.

Interpreto lo que sucede a mi alrededor. Es oscuro, suena una ópera de Wagner. Hace frío, suena música de Stravinski. La luz reaparece y veo el contorno de una galaxia. El espiral se dirige al centro de esa galaxia. No tengo cuerpo, no tengo miedo.

Es curioso sentir la adrenalina corriendo por donde alguna vez hubo un cuerpo. Soy todo y nada.

La oscuridad me acaricia; he llegado al centro de la galaxia.

Giro, no dejo de girar.

La oscuridad desaparece para dar paso a un escenario surrealista. Todo se derrite. Hay animales desconocidos. Aquí el hombre no es un ser supremo.

Todo da vueltas.

Veo a los que alguna vez fueron ídolos atados a un reloj de arena. En cuatro puntos, pasean cual si fuesen las mascotas de esos inmensos relojes de arena.

Giro tras giro, los ídolos solo logran ver el suelo, la correa que llevan puesta al cuello les impide levantar la cabeza. Ellos ríen, acarician su correa. Ríen.

El cielo se transforma. Todo parece pintado por un cubista.

Los ídolos se tienden patas pa' arriba. Echan espuma por la boca. El reloj de arena se da vuelta. Ellos saltan para no lastimarse el cuello. Risas, ellos no dejan de reír.

Caigo en cuenta que no voy cayendo; volteo hacia abajo y veo que voy en el lomo de un raro animal, con cara de león, tronco de halcón y patas de caballo. Su plumaje es suave, él va planeando.

El cuerpo me ha vuelto. Siento el viento en mi rostro. Inhalo, exhalo.

Cierro los ojos y la luz me ciega. Abro los ojos para tratar de poder enfocar mejor. La oscuridad es total. Sigo cayendo.

Eres humano, dice una voz. El tiempo es tu límite.

Su voz suena por todas partes. Él es la oscuridad.

Quieres escapar de tu prisión escapando de tu planeta, pero la prisión va contigo a todas partes. Tienes razón al decir que el orden de los factores no altera el producto. Crees que serás tú quien ponga el punto final de una historia en la que no figuras.

Todo queda en silencio.

El eterno retorno se llama moral, me susurra al oído...

Es de día. La tormenta se ha ido. El ruido me hace recordar que sigo siendo humano.

 

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