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  • Aldo Rosales Velázquez

Aracnofobia


Laura se dio cuenta de que no estaba sola en su nuevo departamento justo cuando entró al baño: ahí, sobre uno de los azulejos, tan perfectamente colocada que parecía parte de la decoración, había una araña negra.

Cuando se asomó por la ventana y le gritó a los de la mudanza que regresaran, todos en la calle, menos a los que ella llamaba, voltearon hacia el tercer piso del edificio de departamentos que se hallaba en una calle tapizada de flores moradas.

Sintió vergüenza y metió rápidamente la cabeza para que no la siguieran lapidando con miradas. Recordó entonces cuánto le desagradaba que la miraran más de dos personas al mismo tiempo; sentía, aunque nunca lo dijo abiertamente, que se burlaban de la pequeña cicatriz junto al labio. Caminó hacia la cocina para mirar debajo de la tarja: cloro, suavizante de telas y una bolsa con yeso hecho piedra. Por ningún lado se veía un insecticida.

Regresó al baño y volvió a asomarse, esta vez con las manos aferradas al marco de la puerta, como si la araña fuese en sí misma un universo negro, con su propia fuerza de gravedad. Ahí seguía, posada justo en la mitad del mosaico. La regadera dejó escapar un par de gotas que se hicieron un pequeño chorro. Sólo eso faltaba: una llave con incontinencia.

Laura volvió a la sala. Se sentó en la única silla que no tenía cajas o bolsas encima. Pensó en llamarle a Paola: imposible, estaba de viaje con su nuevo amante; Jessica: haciendo el doctorado en lenguas indígenas en una universidad del sur; Marco Antonio: seguramente aún con resaca, tirado en el sillón de algún viejo o nuevo amigo; Marcela: hacía años que se había ido a Europa; Gisela: peleadas por el asunto aquel del trabajo en equipo que hicieron en la universidad; su novio: no existía.

No se había detenido a pensar en ello, pero estaba más sola de lo que creía. Pensó en llamar a alguno de sus nuevos vecinos, pero el edificio, desde que lo visitó para checar las condiciones del departamento y negociar el precio, parecía vacío, o por lo menos poco lleno.

Laura salió de su departamento luego de cerciorarse de que, en la bolsa frontal de su sudadera de los fines de semana, dos tallas más grandes que ella, tenía las llaves. Salió y se sentó a un lado de la puerta a fumarse un cigarrillo mientras pensaba qué hacer; quizás el humo, por lo menos, haría salir a alguno de los vecinos a recordarle a Laura que, aparte de fumar dentro del inmueble, en el número doscientos del "Paseo de los Recuerdos" estaba prohibido: recibir visitas en la madrugada, hacer ruido después de las diez de la noche, tener mascotas, obstruir los pasillos, subarrendar parte del departamento, comerciar dentro de las casas, guardar sustancias corrosivas y/o explosivas, modificar la vivienda sin previo consentimiento del dueño o dejar la basura fuera de los contenedores dispuestos para tal uso. Nada: ningún vecino, ningún ruido siquiera.

La tarde parecía haberse tragado a todo el mundo. Laura regresó a su departamento y volvió a asomarse al baño: ahí estaba la araña, como una cuarteadura viva, aunque en realidad, el que estuviera viva, Laura no lo había comprobado ni la araña había dado muestras de ello. Laura caminó hacia atrás para no darle la espalda a aquella criatura.

Tropezó con un par de enormes bolsas negras para basura; del interior de ellas se escapó un sonido de cristal roto. Sólo eso le faltaba: su primer día en su nuevo departamento y ya había roto algo, quizás el espejo. Siete años de mala suerte que, por supuesto, empezaban con una araña en casa. Intentó recordar si, entre las cosas que extrajo del baño de su anterior casa, había un poco de insecticida.

No recordaba, y mucho menos recordaba en qué caja o bolsa había puesto las cremas, los desodorantes y el shampoo. Revisó muy por encima algunas de las cajas que estaban apiladas en la pieza que algún día sería la sala-comedor: fotos, vasos, cobijas, libros, libros, libros, zapatos, libros, zapatos, libros. Ninguna de las leyendas a los costados de las cajas brindaba alguna pista. Podría arrojarle un zapato a la araña, pero corría el riesgo de no darle y el animal podría huir.

Quizás acercarse con un libro y arrojárselo, pero el problema de la puntería seguía siendo lo inmediato. Además, el libro se mojaría en el charquillo que ya se había formado a causa de la fuga en la regadera. Por fin se decidió a llamar a informes para pedir el número de algún exterminador, pero cuando tomó el teléfono celular e intentó marcar, se dio cuenta que la recepción en el departamento era nula. Respiró hondo para no arrojar el teléfono a alguna de las paredes. Volvió a asomarse al baño: la araña seguía ahí, rompiendo abruptamente, con su diminuta negritud, el blanco cegador del baño.

Estuvo a punto de arrojarle la bandeja de agua que estaba bajo la gotera en el fregadero, pero pensó que el agua sólo irritaría al animal y quizás atacara. Regresó entonces a la pieza principal y volvió a sentarse. Se quitó los tenis porque estaba comenzando a ponerse tensa: el tibio de la duela la relajó un poco.

Luego volteó hacia abajo: nunca había reparado en ello, pero sus dedos le parecían demasiado largos y hasta feos. Se volvió a poner los tenis rápidamente cuando recordó la araña. Pensó entonces en usar el teléfono del departamento. Luego de remover innumerables cajas y bolsas, encontró lo que buscaba: su aparato telefónico. Dio vueltas alrededor de la pieza buscando dónde conectarlo, pero al darse cuenta de la conexión estaba detrás de la mesita de centro,incrustada justo entre el refrigerador y la lavadora, se dio por vencida.

Laura pensó que la dueña del departamento no tardaría en llegar a revisar si todo estaba bien. Entonces le reclamaría por todo lo que había hallado durante la búsqueda de insecticida: goteras en el baño, sarro en el inodoro, pintura leprosa en el cuarto de lavado y una araña en el baño que, por supuesto, no debía ser la única. Repentinamente pensó en una posibilidad: la araña había llegado entre sus pertenencias. Se levantó de la silla: sentía innumerables y minúsculos pasos por la piel.

Se sacudió nerviosamente la sudadera y el cabello. Nada: al parecer no había más arañas. Laura estaba a punto de tomar su bolsa y salir a buscar ayuda cuando escuchó que alguien llamaba a la puerta de entrada del edificio no debía ser un vecino porque estaba tocando, y tampoco podía ser algún amigo de algún inquilino porque no estaba usando el interfono.

Tomó sus llaves y su celular y bajó a prisa los escalones que daban hacia el acceso principal. A través del cristal grueso y de figuras caprichosas, se veía la figura distorsionada de alguien. Aquella persona volvió a tocar groseramente a la puerta mientras Laura buscaba la llave indicada para abrir: el cristal parecía a punto de romperse por los golpes dados con una moneda. Por fin pudo abrir. Era un hombre de aproximadamente cuarenta años, alto y de barba un tanto encanecida y bien recortada. Laura, antes de siquiera tener oportunidad de contestar el saludo, se vio a sí misma reflejada en los ojos del hombre que preguntaba por un tal Alfredo o Alfonso.

Contestó que era nueva en el edificio y que no conocía a nadie. El hombre, antes de que Laura lo notara, ya estaba dentro, mirando hacia arriba de las escaleras. Laura cerró la puerta con llave y ambos subieron, envueltos en un silencio largo, pero no incómodo. Ella estuvo a punto de pedirle a aquel hombre que, antes de buscar a su amigo, entrara a su departamento y matara a aquel animal. Lo único que pronunció antes de entrar y cerrar la puerta tras de sí fue una sonrisa nerviosa. Por un instante volvió a sentirse como en la universidad: incapaz de confiar en alguien.

Adentro nada había cambiado: las cajas seguían desperdigadas. Las goteras seguían humedeciendo el sonido del departamento. La araña, quieta como un segundo de tragedia, se negaba a irse. Laura volvió a sacudirse el cabello y la sudadera mientras se alejaba del baño. Por un momento creyó sentir algo velludo que le caminaba por los pies, pero fueron sólo sus nervios.

No aguantaba más la situación: tomó la escoba que estaba en la cocina y se dirigió al baño. Justo cuando iba a entrar, sonó el interfono : era Ángel. Laura bajó rápidamente a abrir la puerta. A través del cristal de la entrada, Ángel se veía más alto. Las llaves, temblando en manos de Laura, parecían una araña metálica de patas dispares.

Por fin logró abrir. Luego de que se abrazaron, y de que ella le preguntó cómo había dado con su nueva casa, subieron las escaleras. Laura, por un segundo, creyó ver en la parte más alta de las escaleras al hombre al que le había abierto la puerta, pero no estaba segura. Entró luego de ceder el paso a Ángel.

Antes de siquiera invitarlo a tomar asiento, Laura le pidió a Ángel que fuera al baño y matara a la araña. Él accedió curioso: no recordaba que su mejor amiga y ex novia tuviera miedo a las arañas. Entró al baño. Su voz comenzó a tener eco: sus comentarios sonaban doblemente huecos en la pequeña pieza del baño. “Pero,¿cuál araña?”, preguntó Ángel dentro del cubo de la regadera, mientras volteaba a todos lados y acercaba la vista a los huecos en el mosaico.

Después de revisar por cuarta vez todos los rincones del baño, él le dijo que quizás aquel bicho había desaparecido por la ventana. Era posible. Laura se asomó al baño, siempre aferrada al brazo izquierdo de Ángel.

Salieron a la pieza principal. Ángel se sentó en una bolsa llena de ropa, luego de sacudirla enérgicamente. Laura movía los pies rítmicamente mientras contaba, detalle a detalle, cómo había sido su separación. No lo había pensado hasta que le contó a Ángel, pero quizás, después de todo, Roberto la engañaba. Calló por un momento cuando escuchó unos pasos detenerse frente a su puerta: el sonido de una moneda contra la puerta la hizo saltar.

Era el hombre que había subido a buscar a alguien. Laura no lo dejó terminar la petición: le dijo a Ángel que no tardaba, que sólo iba a abrir la puerta de abajo. En el camino no dijeron nada, sólo se sonrieron cuando el hombre se despidió luego de dar las gracias. Cuando Laura regresó, Ángel miraba a contraluz un jarrón. Se sonrieron.

“¿Te acostumbras a estar sola?”, preguntó Ángel mientras se abotonaba la camisa. Laura hizo un gesto vago y se levantó del colchón que habían improvisado con bolsas llenas de ropa. Compitieron para ver quién terminaba de vestirse primero. El castigo al perdedor: ir a buscar comida y algo de beber. Como Laura usaba ropas de domingo, fue la vencedora.

Ángel sonrió y caminó hacia el baño. Antes de entrar le dijo a Laura que nunca lo olvidara si aquella araña asesina lo devoraba. Ella le arrojó un oso de peluche y luego se llevó las manos a la cara, para sentir el aroma cítrico de la loción de Ángel, que le hizo recordar, con más fuerza, el tiempo en que estuvieron juntos.

El departamento comenzó a teñirse de sol moribundo justo cuando Ángel salió a pagar su apuesta. Laura encendió las luces. Sobre ella y sus pertenencias cayó una luz sucia, que lastimaba: habría que cambiar los focos. La ciudad se pintó los labios de luces frías y se colgó del cuello un collar de grillos y sirenas, luego se metió por las ventanas del departamento.

Laura entró al baño. Se miró en el espejo: sintió que sus párpados estaban más hinchados cada día. Sonrió. Cuando iba a sentarse en el retrete, vio a la araña en el mismo sitio de la primera vez. Iba a gritar, pero se contuvo. Salió del departamento y fue hacia la puerta principal. Ángel se preocupó al verla ahí afuera; ella le explicó lo que había pasado. Subieron juntos. Laura no rio de ninguno de los chistes de Ángel: estaba nerviosa, y sintió que alguien la miraba desde arriba de las escaleras.

Al entrar al departamento, Ángel caminó directamente al baño. El resultado fue el mismo que la primera vez. Nada. Absolutamente nada. Laura entró al baño: era cierto, no había araña. Entonces le pidió a Ángel que saliera, pero que dejara la puerta abierta. Laura gritaba cosas a Ángel sólo para cerciorarse que él seguía ahí, de espaldas al baño. Él, por su parte, luchaba para no reír. Ella se sintió un poco avergonzada de tener que orinar con la puerta del baño abierta, pero también le gustó sentirse protegida.

Se sentaron a comer lo que Ángel había comprado: pizza y cerveza. Usaron la lavadora como mesa. Laura daba bocados pequeños a pesar del hambre que sentía: su vientre estaba un poco más flácido cada día. Luego, por un segundo, ambos callaron porque escucharon que alguien entraba por la puerta principal y cruzaba frente a su puerta.

Se miraron fijamente y luego rieron al mismo tiempo por su silencio innecesario y adolescente. Laura estaba a punto de decir algo cuando escucharon un grito que venía desde la parte alta del edificio. Se miraron como preguntándose si aquello había sido cierto o sólo su imaginación, pero un segundo grito de auxilio los hizo moverse.

Ángel abrió la puerta unos centímetros, luego asomó la cara. El pasillo estaba oscuro, sólo se veía una luz en la parte más alta de las escaleras, justo de donde habían venido los gritos. Iban a decirse algo cuando otro grito atravesó la oscuridad. Ángel le dijo a Laura que se encerrara y que intentara llamar a la policía, luego subió la escalera.

Laura se asomó un par de veces, pero la falta de luz la hizo sentirse nerviosa. Al ver esa oscuridad tan espesa, recordó, sin saber por qué, que terminó con Ángel por una supuesta infidelidad de él, que nunca, ninguno de los dos, pudo comprobar o desmentir del todo. Cerró la puerta con llave y tomó como arma el jarrón que Ángel había estado mirando.

De pronto se sintió estúpida y débil por tener que depender de alguien más para matar a un pequeño insecto. Otra vez Ángel tomaba el control de las cosas. Sin ese insecto, Laura no lo hubiera notado. Caminó en reversa hacia el baño. Sus talones chocaron con el escalón que había que librar para entrar; el baño era la única pieza más alta que el resto del departamento. Volteó instintivamente.

Ahí, a un lado de la regadera, había una mancha en el mosaico, algo como una cuarteadura negra, profunda, con ramificaciones que parecían patas.

 

Sobre el autor

Aldo Rosales Velázquez. Ciudad de México, 1986. Autor de los libros de cuentoLuego, tal vez, seguir andando (Río Arriba, 2012), Entre cuatro esquinas (FETA 2014), La luz de las tres de la tarde (BUAP, 2015), El filo del cuerpo (Revarena ediciones, 2016), Ciudad Nostalgia (Casa editorial Abismos, 2016),Sombra-Reflejo (BUAP, 2017) y Los panes y los pescados (Ediciones Periféricas, 2018).

Ha publicado cuento, poesía, crónica, ensayo, artículo de opinión y reseñas en medios como La Jornada, El Universal, Casa del tiempo, Tierra Adentro, Punto de Partiday Opción ITAM, entre otros. Becario del FONCA en el área de cuento (2016-2017) y coordinador del taller de creación literaria del FARO Indios Verdes, en la CDMX.Ganador del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2018. Egresado de la Licenciatura en Enseñanza de Inglés, de la UNAM.

 


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