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  • Juan Daniel Torres Miranda

El valor del silencio

Ya por la mañana se escuchaba el trinar de los jilgueros. Me levanté e hice algunos estiramientos. Serví leche en mi taza verde preferida; bebí de ella mientras escuchaba la televisión. Hablaban de un suceso imperdible que ocurriría hoy: un eclipse solar. Dieron la dirección en la que un grupo de expertos brindarían el material pertinente para observarlo. Decidí ir. Me duché y vestí adecuadamente para la ocasión.

Al llegar fui por el material y recibí algunas explicaciones. Todos nos reunimos con la mirada hacia arriba para esperar el reencuentro de los gigantes. Y así ocurrió, lentamente la luna extendía su figura sobre el sol, muy delicadamente, como si procurara su amor con una caricia. Sobrepuestos irradiaban un aro de luz tenue ambarina que cubría gran parte de la ciudad.

Lo miré por unos minutos, porque tuve que atender una llamada y varios mensajes por celular; en eso transcurrió, a lo sumo, media hora. Libre de pendientes, me sorprendí al ver que aún estaba; el trabajo me tenía tan agobiado que ni siquiera lo había notado. Me apresuré para unirme de nuevo al grupo, pero para mi sorpresa ya no estaban, en su lugar se hallaban las gafas y los telescopios tirados en el piso…

Corrí estremecido porque el eclipse continuaba; sin embargo, su luz ahora era más angosta y señalaba un lugar: mi casa. Al ver el resplandor quedé paralizado. Esa tonalidad tan cálida me incitaba a entrar; no obstante, volví en mí virando los ojos de un lado a otro para buscar una solución: divisé que al cruzar una cerca podía llegar al otro lado de la ciudad. Mis intentos por correr eran en vano... El destello cálido se extendía, hasta recorrer mi cuerpo, pausadamente, de pies a cabeza. Cerré los ojos y perdí el conocimiento.

Estaba dentro de la casa. Lo que por fuera parecía resplandor por dentro eran tinieblas, no podía distinguir nada a mí alrededor. Mi cuerpo aún no respondía. La oscuridad permaneció sólo por unos minutos porque pequeños destellos de luz se me presentaban en cualquier lado que mirara. Todos ellos se unieron hasta formar la figura de una mujer. Al finalizar la mezcolanza se lograban ver sus ojos negros como la noche. Una voz severa, pero femenina, aseguró que su nombre era Penumbra, al tiempo que lo mencionaba mi cuerpo recobraba el movimiento.

Retrocedí mientras la figura se elevaba para acercarse… Grité con miedo que todo era un sueño, convencido de mis palabras cerré mis ojos para poder despertar. Al abrirlos con esperanza de encontrarme en mi monótona pero segura realidad, me hallé con su rostro destellante y su mirada lasciva que me observaba quedamente. Podía sentir cómo mi corazón estaba a punto de estallar.

– ¿Qué eres?, pregunté con titubeo.

–Soy tu pensamiento, contestó sin mover labio alguno. Su voz era el eco de mis miedos.

– ¿Y por qué mi pensamiento es una mujer?, reproché.

–Es el molde predestinado. Las múltiples formas en que puedo aparecer dependen del sujeto: del avaro su dinero, del solitario su reflejo, del proxeneta su prostituta…

– ¿Cómo que en múltiples formas? ¿Qué no sólo eras mi pensamiento?

–En todos los seres humanos el pensamiento es el mismo. En todos cabe el rechazo de vivir su presente. En todos cabe el anhelo de vivir el futuro, pero lo anhelan encadenados al pasado. En todos cabe la curiosidad pecaminosa y la virtuosa.

– ¿Qué es lo que quieres?

–Silenciarte.

– ¿Qué?, pregunté alarmado. ¡No puedes hacerme eso!

–Es por mi bien y el tuyo. La maraña del ruido me ha hundido en la oscuridad. Busco el silencio de tu cuerpo y el silencio de tu mente.

Traté de responder pero interrumpió, se abalanzó con los brazos abiertos para tomarme por el cuerpo. Pataleé y grité mientras me levantaba para colocar su cuerpo con el mío.

– ¿Por qué me ocurre esto? ¿Por qué a mí? Si eres mi pensamiento entonces pensaré que esto termine ya.

–Es imposible. El pensamiento te piensa a ti…

Me miró con sus ojos que eran dos abismos, en ellos vi cómo caían mis ilusiones, mis fantasías, mis proyecciones idílicas que por una u otra cosa me complicaban la vida. Cuando al fin entendí la razón, me desvanecí y azoté también en lo profundo…

Abrí los ojos y lo primero que pude ver era la taza verde que estaba empinada en mi boca ya sin nada. La coloqué en el lugar más cercano y pude ver en la televisión como hablaban acerca de un eclipse, se me hizo familiar ese hecho, pero no le tomé importancia... Miré por la ventana y sólo encontré el tul oscuro con estrellas, alzadas en el espacio infinito que, además de espacioso, está hundido en un silencio infinito. Ya de noche los jilgueros dormían.

Ya de noche se alzaba el pendón de la paz, de mi paz. Ya de noche mi cabeza estaba libre de pensamientos ajenos a mi presente. Ya de noche mis sienes se acomodaban en la almohada y daban paso libre a la modorra.

 
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