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  • Alexa Moreno Buendía

Algo sobre: la pared


En la pared veo pasar un circo. Elefantes, payasos, arena, mujeres con las piernas de torres y hombres elásticos que giran y giran sobre un popote. Desfilar entre esas costras de tiempo del muro. Vaya, es excepcional. Las sonrisas fingidas de los payasos me recuerdan a la vida que me pasa de frente. Fingir que sabes, fingir tu vida, fingir la belleza cuando no la encuentras, fingir que eres empático con la flor en un tejado. Es perfecto. Los payasos deberían de ser más divertidos.


O deberían de fingir mejor sus alegrías. Y ahora que se van los elefantes, un pequeño mono con sombrero azul marino se me queda viendo con sus ojos de girasoles. Me hago de la vista loca. Se pierde entre el polvo y la algarabía. Y ahora, dos grandes entes viscosos y pegajosos dejan charcos de un noséqué sobre el piso. Deberé de limpiar después.


Con mi mano les hago la seña del adiós. Adiós. Un pequeño ser morado enseña su cuerpo tímidamente. Aparece. Se borra. Vuelve aparecer al otro extremo de la pared. Mientras pasa el desfile lo ilumino con el ojo de una linterna amarilla. Se esconde en la sombra de un cuadro que intercede por él. Con el pecho abierto y su narrativa de un cuerpo desnudo por las sombras, el pequeño ser morado grita en forma de un silencio desconocido. Mientras tanto la alegría en el sonido de la trompa del elefante hace eco de su gran viaje en toda la habitación.


Espectáculo divino para clavar los ojos en el sueño, y esperar en el otro lado del horizonte a la aurora que nace de la muerte, y que muere para nacer.

Cierro los ojos. Y solo percibo los pequeños pasos de los visitantes sobre mi almohada. Hacen un eclipse en los delicados cráteres de mi almohada, y mi figura soñolienta recuerda al conejo que se imprimió en la superficie de la luna: la ausencia del viento es cómplice de su intrigado aliento místico.


El circo ahora era mi sueño proyectado sobre las columnas de mi boca. Mientras las paredes de mi habitación lisas quedaban de ausentes figuras, ellos veían otros circos, otros payasos, otras mujeres y otros elefantes en la pared de mi frente.

Mi sueño se les proyectaba. ¡Qué desastre! ¡Qué desastre!: La angustia de la caída la sentían en sus pechos como si ellos estuvieran cayendo también; el terror de verte por el ojo de la muerte cruzando la avenida y desplomándote con un fuerte impulso hacia el suelo; abrazar de nuevo al ser difunto y sonreírle sin el más agobiante pudor de la vida, y saludarlo sabiendo que la vida conocida se agota en la orilla de la vida; besar lo prohibido o lo lejano representándose en un tibio color de falsas realizaciones; maximizar el tamaño y la longitud de objetos aparentemente insignificantes: un pájaro gigante o una piedra más imposible que un cerro.


Todos los integrantes del circo se pasaban entre sí pañuelos para aguantar los desencuentros proyectados en la escena de la frente soñolienta. Los hombres elásticos no soportaron los sentimientos oscuros que los invadieron, y haciendo más trágica aquella escena, bajaron de la almohada y se escondieron debajo de la cama.


Los elefantes y las mujeres con piernas de torres no consiguieron admitir el desencanto de esos sentimientos ajenos; por su parte, los elefantes con sus trompas entonaron una melodía que recordaba las orillas del cielo mientras que las mujeres cantaban en tonos altos evocando el eco que deja la profundidad de las caracolas. El conjunto recordaba algo divino, algo sumamente profundo.



Abrí los ojos. El circo, sus integrantes y su empatía se evaporaron. La noche se había acabado y el día comenzaba a estirar sus brazos para encontrar el sol. Suspiré: todo lo había soñado. Al levantarme de mi cama sentí cómo se incrustaba un pequeño objeto en la planta de mi pie: era un popote diminuto y delgado lleno de arena que decía: “Circo de Andrómeda”.


 

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