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  • Ximena Rodríguez Rodríguez

El día en que la luna se hizo arena



El piar de los pájaros cedió para el ruido vibrante de los automóviles sobre la pista de asfalto. Pero las cabezas de alfiler seguían detonando su ritmo, el ritmo que delimitaba su condición efímera; era un ritmo similar a cuando un objeto atraviesa la luz e intenta imitar la forma de un espejo, era un ritmo que adormecía los oídos y limitaba los demás sentidos.


Esperanzados por cambiar de página y empezar a vivir el futuro presente; olvidaron lo imprescindible de la vida y continuaron con su mirada perdida en lo inmediato. Dejaron a un lado todas las acciones que se habían tornado repetitivas a través del transcurso de su historia, consideraban que la vida era propia de su tiempo y que nada conservaba elementos pasados. Ignoraron que su cuerpo se había solidificado a través del miedo y el arrebato.


Mientras ellos olvidaban, la luna crecía, crecía y crecía; y ellos seguían adornándose las pestañas, peinando sus propósitos y alistándose para recibir un comienzo. Ya no faltaba más, era el toque final, todos estaban sonrientes de que sus errores pudiesen ser borrados por una corriente de viento con forma de tiempo; y pese a que muchos sentían un abismo en su estómago y tenían los nervios a flor de piel, prefirieron no decir nada, no identificaban si eran nervios por lo que se avecinaba en el futuro o si era miedo de que la esperanza fuera falsa; pues sabían con certeza de que la humanidad ya había cometido varios errores durante ese año.



Sin aviso ni permiso, un temblor ligero sacudió a la Tierra. Nadie se había percatado de que a inicios de la noche los pájaros volaban sin cantar y la luna crecía sin igual. La noche había dejado de ser obscura porque la luz entró de impacto.


Ya no había hacia dónde dirigir los ojos, las miradas chocaban y advertían en el otro un temor que era una constante en todo el planeta. La luz aumentaba y cada vez se volvía más sordo el ruido creado por los seres humanos, los pensamientos empezaban a desplegarse fuera del cuerpo, los cuerpos se volvían suaves y transparentes.


De repente, un silencio. Un silencio que nunca se había sentido sobre la faz de la Tierra.

Los pensamientos ya no eran más pensamientos, los cuerpos eran plumas que bailaban sobre la superficie brillante. La Tierra había sido abrazada por la Luna.




***

Ya era tarde, las manecillas del reloj apuntaban las 19:00. Habían quedado de llegar a casa del abuelo temprano. Salieron entusiasmadas, pese a que el año nuevo aún no empezaba, sentían una especie de transparencia y plenitud en su espíritu.


Cerraron la puerta principal y acomodaron todo en la cajuela del coche. Una de ellas volteó a ver el cielo: “¡Mira, que luna! Está hermosa” A lo que su hermana respondió: “Sí, la última luna del año”.








 

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