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  • Juan Daniel Torres Miranda

Flor de Luna


La tarde de un miércoles zambullida está en lluvia. En los nubarrones impera un semblante grisáceo. La poca luz de la tarde y las gotas se adaptan al cariz triste del día. El resplandecer de los bombillos, que cubren los pasillos, también se le quiere unir, pone resistencia; pero es inútil, su entorpecedor parpadeo lo anuncia. El pulular de personas es constante: hay momentos en los que pasan dos o tres; pero tras esos pocos le sigue una estampida, así cada quince minutos.


Un grupo pequeño de jóvenes, tres, a lo sumo, se detiene a platicar frente a un baño público, que está a la izquierda del pasillo en el que me encuentro, al bajar unas escaleras de concreto; tal parece que planean algo: un asalto a mano armada, dividirse la marmaja de una cartera recién robada o, más probablemente, por el cigarrillo que trae en mano uno de ellos, fumar dentro del baño.

 
 

Los espejos, lavamanos, mingitorios, papeles desperdigados y los retretes junto con sus fieles acompañantes que sobrevuelan las tazas, cubiertas por tenues salpicaduras color marrón, divisan con desconfianza a los muchachos; saben que la nicotina vestirá el vaho de la mierda en feromonas atrayentes de fumadores, si eso pasa, habrá más humo que cagada… Del baño sale una persona, sin pedir permiso y a caminar brusco entre los jovenzuelos pasa, ellos lo miran de arriba abajo enojados por interrumpir sus planes: se mueven a un lugar más apartado y desaparecen.


La persona que salió saca un curioso bastón, éste es plegable, dotes de mago tiene porque lo hizo aparecer de su manga. Su rostro retinto y adusto y algo agrietado por el Sol, da la impresión de un hombre curtido por los años; mas no es así. Si se le observa pacientemente, pueden verse los aires de una juventud en pleno uso. De cabello negro, lacio y delgado como los hilos finos de la seda. De cejas pobladas, que casi invaden la glabela.


De ojos luminosos, pareciera que con ellos a la muerte coqueteó y que de la vida sus secretos más ocultos descubrió y por tanta intromisión: los cegaron; pero, algo tienen de las dos y es que su brillo es incierto… De nariz aguileña y labios gruesos, lo reseco de ellos desaparece cuando, sin motivo, emerge su sonrisa, y ésta se torna cálida y abrazadora.


Cuando hubo desarmado por completo el bastón, se apoyó en él. Daban la impresión de ser hermanos siameses, bien sabían que inherente su destino sería. A pisadas precisas avanza. Una barrera de peldaños se plantó frente a él. Con un esbozo de sonrisa apresura a levantar las piernas, acompasadas del ritmo de cada escalón. Su avance es como una rotación imprecisa, no sé si de izquierda a derecha, derecha a izquierda; de arriba abajo o de abajo a arriba; pero por mera abstracción, por mera construcción del pensamiento, supe de su fortuito acercamiento.


El último peldaño lo aguarda. Concluyó, algo jadeante. Su radar de aluminio le abre paso. Ya está enfrente de mí. De repente, su detector se encuentra con unos pies vestidos por calcetines, agujetas, piel negra y suelas: los míos, aparentemente inertes; pero que, al encuentro, despertaron del letargo y para atrás se echaron. –¡Detente!, dije. Con una voz que parecía un bramido detuve su marcha. Él, desconcertado, busca al emisor de tales palabras. El rostro mío a oídos suyos acerqué y mi nombre mencioné, al decirlo lo alejé, la mano le tomé y si ayuda necesitaba yo le pregunté. Su semblante se tornó carismático, y aún con la mano mía en la suya, la apretujó y de amable sentir la agitó. Al momento que lo hacía susurró su nombre: no lo escuché, tal parece que lo dijo para sí. Una larga charla transcurrió.

 

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Olvidé por completo lo que tenía que hacer y, también, había olvidado el porqué estaba en aquella esquina del pasillo bombardeado por las gotas de lluvia a sus costados. Sin embargo, durante esa pausa mental, ya sentía la necesidad de hablar con él. Continuamos con la plática. Dejamos fluir las palabras como el agua que corre por los ríos. Los sentires por algún amor, que parece inalcanzable, a la intemperie salieron: el de él, tal parece que las horas los aleja, una rotación que los separa millones de kilómetros; pero que, tras de ella, él va como su sombra, siempre procurando a su amor… El mío, mi amor terrenal, era una pieza de Beethoven que el bisoño músico trataba de ejecutar… ¡Qué dilema!... Nos hundimos en nuestras trincheras filosófico-sentimentales.


La lluvia continuaba, pero con su telón oscuro. Le pregunté que si iba a algún lado, asentó con la cabeza. –Tomaré un taxi, tal vez eso me acerque a casa, dijo con tono alegre. Algo extraño pareció su comentario, quise pensarlo por un momento; pero me interrumpió. –Caminemos ya, que el frío me quiebra las rodillas, comentó con intensidad sin perder el tono alegre. Sobre mi hombro su mano colocó, el detector plegable su presencia activó y al caminar el pasillo se desoló…


Caminamos despacio, éramos conscientes de cada paso, lo hacíamos con delicadeza; como si la tierra llena de adoquines sintiera, y la acariciábamos lentamente con los pies a través de los zapatos. Llegamos a un paradero, para entonces, decidí acompañarlo. El bombardeo de agua era en menor cantidad; sin embargo, empapados ya estábamos. –¡Qué chucha!, me entró agua en los zapatos, dijo al momento que levantaba el rostro para ser iluminado por las estrellas. –Contéstame una cosa: ¿qué ilumina ahora el cielo?, agregó. –Las estrellas, contesté. El semblante suyo se dibujó preocupado. –¡Me he retrasado, me he retrasado!, aseguró y con movimientos nerviosos a moverse comenzó. –Ahí viene el taxi, dije. Levanté mi mano derecha y, con índice flamígero señalé al vacío, cada vez más se acercaba, como si hubiera un magnetismo entre mi mano y la tonelada de acero laminado y troquelado. Se detuvo frente a nosotros. Le abrí y cerré la puerta del copiloto, se acomodó rápidamente y saludó al piloto. Hice lo mismo. Avanzó al cerrar la puerta.


–¿Adónde, jóvenes?, dijo el conductor. –San Pedro Mixtepec, distrito 26, contestó el copiloto. El taxista disminuyo la velocidad y me miró desconcertado; sin embargo, continuó. Los motivos, quizá, por los que me vio, son el tiempo y el lugar del destino; un pueblo a dos horas y media de donde nos encontrábamos, con poca población y en el cual no había continuidad de carretera. Al abrirnos paso por los meandros de asfalto, el fantasma de la modorra apareció y lentamente mis ojos cerró. Me arrellené en el asiento, recargué sobre el respaldo la cabeza y, sin poner resistencia, al pernoctar me entregué…



Un sobresalto me despertó, había sido el chofer que cantaba, junto con el copiloto, Luz de Luna, interpretada por Javier Solís. –¿Falta mucho?, pregunté. –No, en menos de cinco minutos llegamos, contestó el hombre al volante. Pasó el tiempo acordado. Llegamos, se detuvo; pues ya no había carretera. Los tres bajamos del auto. –¿Cuánto es?, dijo el ex copiloto. El taxista se regresó a ver el taxímetro, volvió y con dolosa voz agregó. –Son 500 pesos.


Quien fue su acompañante más cercano de trayecto, metió su mano izquierda en el bolsillo del pantalón, del mismo lado, y sacó un dije de oro, extendió su mano a respuesta del conductor. Él, ni tardo ni perezoso, lo tomó antes de que yo pudiera objetar, corrió hacia su “patas de hule” y cuando estuvo dentro, salió “como alma que lleva el diablo”. –¿Estás seguro que…?, traté de preguntar, pero interrumpió. –Yo bien sabía que era oro lo que le daba, un metal sin importancia, ustedes le dan el valor que su avaricia les susurra. En fin, caminemos; todo derecho, por el sur, y cuando veas una casa de madera, frente a ella nos detendremos, lo dijo durante la búsqueda de mi hombro y cuando lo encontró, su mano sobre él colocó. Avanzamos.



Mis piernas hinchadas y los pies con ampollas anuncian un cansancio inexorable, cada vez la respiración se volvía más pesada; pero el camino se acortaba. Logré divisar la casa. En ese instante, todas las esperanzas que creí muertas resucitaban, éstas me ayudaron a avanzar. Cerré, con vehemente anhelo, los ojos para llegar ahí, al abrirlos, la casa que parecía inexpugnable, delante de nosotros estaba. –¡Vaya!, ya te habías tardado, comentó.


Su comentario me causó incertidumbre y no pude contestar; por lo que él aprovechó y continuó. –Te doy las gracias porque aceptaste desde el principio ayudarme, después de que me vaya te podrás quedar a descansar en mi morada, y ya en la mañana, regresar, si así lo deseas, al lugar que pretendas. Pon atención a lo que haremos, que queda poco tiempo. Dentro de la casa hay una maceta, tráela.


Aún pensaba su comentario mientras caminaba vertiginosamente con dirección a la puerta. Llegué y la abrí. Por dentro, la madera desvencijada, enmohecida y llena de humedad, conservaba sólo tres cosas: un petate, una mesa con el marcado paso de las termitas y, sobre ella, la maceta. La tomé y para afuera avancé. En el instante que mi cuerpo sobresalía de la puerta, observé que estaba de espaldas. –Aquí está, aseguré. –Muy bien, dijo mientras se giraba para con mi dirección; pues se guiaba por mi voz. –Escucha, no hay tiempo de explicaciones, sólo sigue mis instrucciones. Cuando mi ojo derecho se eleve por los cielos, y mi cuerpo terrenal haya sucumbido, quita el izquierdo y ponlo en la maceta junto con la tierra, concluyó.


Esta vez, el miedo se expandió, a tal grado de hacerme sentir una catatonia momentánea. Tenía tantas preguntas; pero él volvió a la postura en la que lo encontré al salir de la vivienda. Llevó su mano derecha al ojo señalado, un silencio sepulcral acompañaba el momento. Cuando hubo alejado su mano del rostro, ya con el ojo, se inclinó hacia atrás para emular a un fundíbulo, lo lanzó al sur. El cuerpo cayó fuertemente; entretanto, el globo ocular se alejaba, para mi sorpresa se agrandaba, y mientras se acrecentaba su resplandor blanquecino aumentaba.



Corrí, falto de respiración, al cuerpo. Con terrible temblor así el ojo izquierdo. En seguida de ser prensado, lo desmembré con velocidad para evitar ver la repugnancia de la sangre; no obstante, no había tal. Esto provocó desasosiego y una turbación efímera. Lo coloqué en la maceta. Entonces, miré el cuerpo que desde los pies hasta la cabeza, ya con las cuencas vacías, se convertía en tierra. Las lágrimas caudalosas se abrieron paso por el cauce de mis mejillas, y de un salto inoportuno se mezclaron con la tierra. Sequé el rezago de ellas con el antebrazo y directamente tomé la tierra y la coloqué dentro de la maceta. Después de haber cumplido aquellos favores, caí de bruces y el caudal lacrimoso fue abundante.


La maceta estaba enfrente de mi rostro, la miraba desconsolado. Una luz cálida y radiante iluminó mi noche triste, el sollozo detuve por la impresión de ésta. Levanté el rostro: ahí estaba, en la senda del Cerro de la Nube, se elevaba con majestuosidad, se apreciaba más grande, más brillante, más cerca, más entrañable que otras noches. Admiré su magnanimidad por bastante tiempo. Cansado ya, aún con las exaltaciones del sollozo; pero satisfecho por su presencia valedora, me dirigí al petate. Ya estaba a un metro cuando un sonido interrumpió la marcha, era la maceta que se movía en vaivén como si estuviera poseída.


De un momento a otro se detuvo. Me acerqué con sutileza, a lo lejos vi algo blanco que se levantaba sobre la tierra de la maceta. Más cerca cada vez, y con la vista a un plano más claro, me di cuenta de que una flor nívea brotó. Sus pétalos blanquísimos abiertos hacia el cielo nocturnal apuntaban, como si se sintieran apadrinados por la luz del gran ojo que los cobija... Satisfecho, y con una sonrisa, al petate me dirigí; pues ya me esperaba para una velada larga.



A la mañana siguiente, cuando los ensortijados destellos ambarinos iluminaban el tul azul de los cielos, donde los pájaros trinaban al volar con el dulce soplar del matinal viento que llegaba hasta las rendijas de madera, fue cuando me hube despertado. Salí de ahí con deseos de regresar a aquella esquina para recordar qué es lo que hacía ahí; pero mi marcha detuve cuando vi a la flor marchita. La tomé y miré de cerca.


El color ocre que tomó me pareció extraño; pensé en el evento ocurrido hace unas horas, sonreí al saber, o al pensar que sabía, que esas magnificencias volverían a juntarse: se encontrarían sin buscarse y regresarían, siempre con prisas, al mismo lugar; una, a iluminar el sendero estrellado; la otra, a esperar una noche para formar parte del mismo ser. La miré por última vez en su presente y la coloqué cerca de una sombra. Su recuerdo alivianaría el resto de mi camino aún había mucho por recorrer.

 

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