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  • Citlali Hernández Castellanos

Olor a muerte


Aún no ha amanecido pero los alrededores del hospital han comenzado a despertar, nos hemos quedado en la parte trasera del coche mi hermana y yo, esperamos a que papá salga con alguna noticia; desde ayer que el especialista pasó, no hemos sabido nada. Anoche nos sacaron de la sala de espera junto con muchas personas que, amontonadas, intentábamos librar la lluvia mientras esperamos noticias de nuestros familiares. Esto no es nada nuevo para nosotros, mi abuela estuvo internada hace unos meses y sabemos cómo están las cosas, hemos traído algunas cobijas y lo necesario para pasar la noche dentro del carro.


Pero estar mejor preparados para quedarnos no me hace sentir mejor, estar en este hospital, en las condiciones que sea, siempre es deprimente. Puedes ver cómo cientos de personas -la mayoría de ellas de origen muy humilde- pasan días enteros acompañando a sus familiares enfermos, ves cómo apenas alcanzan a comer, a dormir en las banquetas de los alrededores del hospital, cómo cada día ellos enferman también, tras esas jornadas interminables de espera. Quizá sea mi padre quien nos ha enseñado a observar estas situaciones; siempre hace un comentario al respecto y culmina con alguna maldición al sistema y al gobierno.


Y me pregunto cómo no hacerla, cómo no maldecir, cómo no enojarte cuando todo pareciera ir en tu contra, cómo no sentir que el gobierno te aplasta al negarte el derecho a la salud, a la vida. Con cada nueva reforma, con cada nueva privatización, con cada nuevo recorte, nos acerca más a la muerte que a la vida. Mi madre tiene un tumor en el seno derecho, hemos pasado apenas dos días y la espera comienza a matarnos, nadie nos dice nada, las enfermeras -tan déspotas como siempre- sólo comentan que hay que esperar al especialista, que él va a decir cuándo la operan. Dos días, dos largos días y nadie puede informarnos qué va a pasar con mi madre; una enfermera, amiga de la compañera de trabajo de mi padre, nos ha visitado dos veces para decir que todo va muy lento, que quizá hoy durante el día podrán decirnos cuándo la pasan a quirófano, porque está difícil encontrar un lugar en la larga lista de operaciones pendientes, sobre todo porque la condición de mi madre no es grave, ella se encuentra estable.


¿Que no es grave? Mi madre tiene cáncer, ¿eso no es grave? ¿Qué tiene que pasar para que se considere grave? ¿Acaso debe estar muriendo? La espera mata, tenemos tanto miedo… mi abuelita llegó aquí con el mismo mal, pero no resistió las quimioterapias. Murió hace unos meses. El médico del pueblo dijo que eso era de esperarse, que el tratamiento que recibió no era el apropiado para una mujer de 77 años con diabetes, que no debieron someterla a ese tratamiento tan agresivo, que si hubieran aplicado otro, como la hormonoterapia, ella estaría viva. Ojalá pudiera decir que fue el cáncer lo que la mató, pero no es así, ella seguiría con nosotros si la déspota y negligente de su oncóloga se hubiera tomado un momento para considerar el caso, y no sólo firmar una hoja para ordenar quimioterapias.


Con esta experiencia, ¿cómo no sentir miedo? ¿Cómo no estar aterrados? Nadie lo dice, pero no queremos que mamá siga aquí, no queremos que en unos días la situación se repita, que nadie diga nada y que algunos horas más tarde nos anuncien que hay que subir a despedirse. Nadie quiere eso, pero cómo evitarlo si para sacarla de aquí se necesitan miles de pesos para que médicos particulares la atiendan. Veo a mi padre, desesperado, andando de un lado a otro entre el pequeño espacio que hay en esa sala de espera, pensando en qué hacer, pensando en cuál es la mejor decisión.


Mi padre es maestro, da clases en una pequeña comunidad a las afueras de la ciudad, siempre nos cuenta las tragedias que pasan en ese pueblo, pero también nos llena de alegría cuando nos cuenta aquellas historias casi fantásticas que se viven en un pueblo que aún conserva sus usos y costumbres. Es a través de él que hemos sabido todas aquellas cosas que pasan afuera de la ciudad llena de turistas, de lujosos hoteles, de discursos de empresarios y del gobierno que celebran un nuevo convenio, una nueva ley, una nueva reforma que beneficiará a todos los oaxaqueños, o mejor aún, que anuncian el progreso de todo el país para que <<todos vivamos mejor>>.


¿Vivir mejor? así como en las comunidades más alejadas, aquí apenas conservamos la vida; las cosas nunca van mejor ni para ellos ni para nosotros, y eso que gracias al trabajo de mi madre y el de mi padre, podemos considerarnos clase media-baja, según la tabulación del gobierno, ¿pero qué va a pasar ahora que mi madre no podrá trabajar? ¿Seremos ya considerados de clase baja, seremos parte de esos dos millones de pobres más?


Estoy convencida de que lo seremos, pero eso no debería importarme ahora, es más, no me importa dejar la universidad con tal de sacar a mi madre de este hospital y llevarla a un lugar donde la atiendan como cualquier persona se merece. Afortunadamente el sol ha comenzado a salir. Sin duda alguna, algo me tiene con una pequeña esperanza hoy; mi mamá, a través de su médico de cabecera, ha logrado conseguir una cita con una buena oncóloga que, de alcanzarnos para pagar sus honorarios, podría tratarla. Irán mi hermana y mi padre a verla, sólo le comentarán el caso de mi madre, porque, por si fuera poco el mal trato en los hospitales públicos, la burocracia es peor; no nos permiten que mamá salga, a menos que se firmen un montón de responsivas y todas esas cosas que no entenderemos jamás.


Pero eso es lo que menos nos asusta, sabemos el largo trámite que nos espera, eso será algo trivial si la oncóloga nos da esperanzas y, por supuesto, un precio accesible. Desperté a mi hermana para desayunar algo y hacer el cambio de turno en el hospital, yo me quedo con mi madre para que ellos puedan ir a la cita con la oncóloga. El paso de los minutos aún son peores dentro de los cuartos del hospital; escuchas la agonía de muchas personas, tratas de no imaginarte el dolor, y luego ves los tratos casi inhumanos a los que todos son sometidos; hueles las heces de otros pacientes, hueles la orina, la sangre, el vómito, la medicina, el látex de los guantes, el cloro con el que limpian el pasillo; el ambiente sabe a dolor, te sabe a desesperanza, te sabe a hospital público.


Bueno, por lo menos puedo ver a mi mamá, ver que se encuentra estable y que pese al momento, tiene buenos ánimos y aún tiene ganas de platicar acerca de las pésimas condiciones del lugar, de sus compañeros de cuarto y del modo “tan feo” que tienen las enfermeras. Mientras mi mamá desayuna, esperamos que nos llame mi papá para saber la respuesta de la oncóloga; son horas interminables, llenas de tristeza y dolor. Quieres confiar, miras al cielo, haces una plegaria, buscas a tu alrededor algo que te dé esperanza, sin embargo, un señor con cáncer de próstata muere a unos metros de nosotros y no es posible aguantar más, es inevitable llorar y pedir que la próxima persona no sea mamá.


Sientes impotencia, quieres salir corriendo a vender lo poco que te pertenece, quieres vender tu cuerpo si es necesario para que ella viva, quieres robar el banco, la iglesia o lo que sea para que algún médico la atienda, para que no la dejen morir como lo hicieron con mi abuela. Por fin suena el teléfono, el tratamiento es costeable; mi padre pedirá un préstamo al banco con el que se endeudará todo lo que le queda de vida, pero esa es la única opción. Abrazo a mi madre, y mientras las lágrimas son incontrolables, que no me permiten decir nada, ella también llora al saber que esta vez es porque la sacaremos de aquí. Un respiro en medio de ese ambiente que asfixia, una esperanza en esos momentos en el que el escenario apesta a muerte.

 

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