top of page
  • Rodrigo Díaz Bárcenas

Buen Intento


Apoyando la mano derecha, seguida de la izquierda, Ofelia sentía el calor del barandal subiendo desde las palmas de sus manos, hasta la mitad de sus antebrazos. En otro tiempo esto la habría hecho dar un brinco hacia atrás, junto con un pequeño gemido de ardor; ahora era distinto, estas nimiedades ya no le eran importantes, ni siquiera le ardían las manos, ahora parecía disfrutarlo. Parecía disfrutar la sensación de su epidermis derritiéndose ante el acero hirviendo bajo el sol veraniego, ese barandal amarillo y descarapelado que tantas veces había visto pasar desde el cristal del Cadillac de su padre, ahora se aferraba a sus manos e imploraba ser estrujado.


Con las manos temblorosas pero decididas, Ofelia se impulsó con fuerza hacia arriba, y con los codos trabados, logró en un solo movimiento apoyar sus pies en la orilla y alinearlos a sus manos. Todavía a horcajadas, sentía el fuerte viento que la hacía tambalear hacia adelante y hacia atrás; casi al mismo tiempo, su boca se tornó seca y pastosa, sintiendo el fuerte golpeteo del corazón estallando dentro de su pecho.


Sabía que no quedaba mucho tiempo, que pronto llegarían cientos de personas a su rescate, o por lo menos aquellos fieles y constantes curiosos que, deseosos de ver algún chisguete de sangre fresca aterrizando en el pavimento, o los retazos de alguna pierna accidentada, aumentan el ya insufrible tráfico mientras intentan sacar los ojos de sus cuencas para captar alguna imagen. Pero no fue así, ningún vehículo prestó atención, ningún centenar de personas acudió rápido a su auxilio, ni decenas ni montones de ellas; sólo a lo lejos unos grititos morbosos taladraron el tímpano de Ofelia.


Comprobó, una vez, más, que a nadie le importa la vida de los otros, que dándole mucho crédito al 1%, el 99% de los que rodean a un cadáver o a un cuerpo maltrecho, sólo les importa recolectar la mayor cantidad de imágenes violentas posibles para masturbar su torcida mente en los tiempos de ocio, o simplemente, para tener un tema de conversación escabroso que refresque su asqueada vida citadina. En fin… algunos dicen que justo antes de morir, el tiempo se hace relativo y ves pasar toda tu vida frente a tus ojos, como una cinta de película en cámara rápida; pero con Ofelia fue distinto, durante la brevísima caída, sólo sintió un retortijón en las tripas que, segundos después, eran arrolladas por los cientos de vehículos que transitaban por la Avenida de los Insurgentes.


A pesar de que las vísceras seguían esparcidas en el pavimento y de que los neumáticos aplastaban los dientes estrellados de Ofelia que estaban esparcidos por la zona, ella parecía seguir viendo su imagen pintoresca desde lo alto del puente; no comprendía por qué endemoniada razón seguía sintiendo que sus manos temblaban de coraje, que su eterna gastritis le quemaba por dentro cada que recordaba al imbécil de su novio –ahora ex novio- haciéndole una escena de celos; aún sentía sus dientes rechinando cuando su padre le daba un billete que compensaba las promesas que jamás cumplía, provocando que sus mandíbulas se apretaran fuertemente.


¿No se supone que el cuerpo es materia y que cuando se muere, tus sentidos mueren con él? ¿No se supone que cuando jalas del gatillo, o cuando el cutter libera la sangre dentro de la tina, o cuando la soga rompe tu cuello, o cuando tu rostro se estrella contra el asfalto, todo acaba? Inmediatamente después de su muerte, Ofelia, o lo que quedaba de ella, permaneció siempre junto a su cuerpo destazado; cuando recogieron sus restos, cuando sus padres reconocieron su cuerpo, cuando sus pocos amigos se enteraron del suceso y en la escuela ocupó por varias semanas la conversación de sus compañeros, y cuando Tommy, su gato, notó resignado su prolongada ausencia.


Como era de esperarse, su familia más cercana, al poco tiempo, parecía haber superado la pérdida; sus amigos habían desgastado ya bastante la escandalosa noticia de su muerte; Tommy había escapado de casa, y su pupitre estaba ocupado por el nuevo alumno del salón de clases. Parecía que su muerte no había bastado.


Su muerte no había bastado para acabar con la arrogancia de su padre ni para castigar lo suficiente a Beto, su ex novio que, al cabo de unos meses ya se había acostado con tres compañeras de su clase de biología; tampoco era suficiente para calmar su odio contra ella misma; no era suficiente para que su mente inmaterial alcanzara a perdonarse por el desgarrador sufrimiento provocado a su madre –probablemente la única que realmente lamentó su partida-; por aquellas noches en las que se pasaba mirando al techo, sin lograr responderse qué hizo mal, por qué su única hija había acabado con la vida de las dos. Ofelia sintió de pronto la más grande frustración que jamás había experimentado, parecía sentir tan vívidamente los calosfríos que comenzaban en sus oídos y que terminaban en el coxis; aún sentía ese odio indomable hacia su ya perdida existencia.


Sin poder contenerse, creyó gritar con todas sus fuerzas hasta sentir un hormigueo en sus manos y un sollozo desesperado que recorría lo que parecía ser todavía su garganta. Cuando el suicidio no basta, pareciera que se es víctima de una broma cruel; pareciera que nada tiene sentido, que nada ha valido la pena; te abriga una sensación similar a la que experimentas cuando has puesto la alarma de tu despertador para llegar a las 7 am a tu examen final, y despiertas sobresaltado al escuchar que tu reloj te dice que el examen ya empezó; Ofelia recordó la sensación que tuvo después de tantas dietas y ejercicios que, al final, no lograron que bajara un solo kilo; recordó también cuando se pasó una noche entera recortando y pegando fotografías de Beto y ella juntos y, el día de la entrega, él sólo miró el álbum y esbozó una sonrisa distraída. Pero no todo estaba perdido; Ofelia había descubierto cómo revertir su muerte. Si lanzándose de aquél puente había logrado acabar con su vida, estaba decidida a intentarlo de nuevo, a tomar fuertemente con sus manos inmateriales ese barandal e impulsarse bruscamente hacia el vacío; ya nada podía perder.


En su transparente rostro se dibujó una pequeña sonrisa de esperanza y, sin pensarlo un segundo más, se transportó rápidamente hacia el lugar donde todo comenzó, donde todo terminó. Sintiendo un ajetreo y una esperanza nunca antes experimentados, decidió terminar con todo y hacer que el tiempo regresara en forma de déjà vu, justo en el instante en que sus manos se ampollaban con el acero quemante. Al llegar al sitio, Ofelia se posó frente a la pequeña cruz que conmemoraba su muerte justo donde se lanzó; temblando de angustia y de incertidumbre, podía sentir los dientes pellizcando sus carrillos y la parte interna de sus labios en carne viva. A pesar de estar muerta, había sensaciones que inexplicablemente permanecían en su cuerpo y que le hacían revivir cada momento por el cual decidió acabar con todo.


Con los ojos inundados de angustia y con su inexistente corazón explotando dentro de ella, se apresuró a terminar con su muerte; esta vez la caída fue más larga. Lo que antes no ocurrió, ahora parecía cumplirse al pie de la letra; recordó tranquilamente cada episodio importante de su vida y saboreó el momento en el que revertiría el proceso para expulsar desde lo más hondo de su cuerpo, cada grito, cada llanto retenido, cada reproche y cada angustia, ese momento en donde todo volvería a ser calma absoluta; en el que se arrellanaría en el regazo de su madre, en el que volvería a disfrutar del agua helada pasando por sus manos en una tarde calurosa, aquél instante en el que volvería a dormir una noche entera sin despertarse angustiada sin razón aparente, como hacía meses que no lo había hecho; ansiaba durante su caída volver a sentir el ronroneo de Tommy recostado sobre su vientre, mientras veía las interminables temporadas de Glee por la madrugada; no podía esperar más para saborear el pay de limón barato que le arrancaba los suspiros más profundos que recordaba haber tenido. Justo antes de chocar contra el suelo, y sin haber sentido en ningún momento el aire atravesando su incorpórea existencia, se encontró de pronto de bruces en medio de la avenida, y sin incorporarse todavía para visualizar el ansiado déjà vu, apretó temblando sus párpados y esperó pacientemente; el perenne bullicio vehicular pareció no inmutarse en lo absoluto.


Ofelia abrió lentamente sus ojos, sintiendo de nuevo las quemaduras en las palmas de sus manos. Llena de regocijo y con todo su cuerpo temblando, abrió completamente sus ojos sólo para comprobar que, en efecto, sus manos ardían de nuevo, aunque esta vez no con el acero desgastado del barandal, sino con el chapopote caliente de la avenida principal. Sin poder creerlo, y con el estómago revuelto de melancolía, contempló angustiosamente a una motocicleta que se aproximaba a ella a toda velocidad; aunque ingenuamente intentó esquivarla, no pudo hacerlo. De cualquier manera, no hacía falta; el motociclista atravesó su inconsistente cuerpo sin problema alguno.


bottom of page